Hay momentos en los que el
sentido de pertenencia se desvanece. Queda un hueco en la vida que debe ser
llenado con nuevas experiencias porque el vacío constante genera un malestar
que impide girar a la rueda de la vida. Puede ser una partida física o
espiritual, pero en todo caso se trata de tomar distancia.
Por
supuesto, hay diferentes tipos de partidas. La más recurrente (o más
identificable, por sus características) es la muerte, una partida sin punto de
retorno. En torno a ella se han creado muchas historias, a cual más de
atractivas por su creatividad e imaginación, que den un poco de sosiego a
quienes permanecen para velar por la partida (el viaje) de quien se va.
Mientras
los griegos hablaban del Inframundo y la barca de Caronte, los aztecas se
referían al Mictlan, los egipcios al juicio de Anubis, los judeocristianos al
Juicio Final y la clasificación de almas que se dividirán en tres destinos
diferentes (Infierno, Purgatorio y Paraíso). Ignoro qué pensarán quienes no
siguen alguna de estas doctrinas, pero en algo han de creer, como yo.
La
partida también puede manifestarse como el inicio de un viaje o aventura, como
se recordará en La Ilíada y La Odisea con la figura de Ulises, quien parte a la
guerra en Troya mientras Penélope teje y desteje un entramado que mantenga la
cordura durante esa ausencia. Porque a final de cuentas, la partida es
ausencia, deja un hueco en quienes se quedan para decir “adiós”, un “hasta
luego” o “no me esperes”.
Situación
similar ocurre al dejar el nido, el hijo que parte a una nueva vida donde tenga
que valerse por sí mismo y, sin embargo, quienes se quedan en el hogar que le
ve partir permanecen con la incertidumbre sobre la posibilidad de que no haya
aprendido lo suficiente para sobrevivir en el mundo al que va.
Partidas
he enfrentado muchas en mi vida. Vi a mi madre partir cuando era aún muy
pequeña para comprender su ausencia y, sin embargo, su vacío fue la base de mi
coraza de amazona. Partió también el único amor que he tenido, aquel cuya
imagen evocada permanece en la mesa de aquel bar en el que me recluyo cada
noche para ahogar estas memorias hoy insoportables.
Seguramente
alguien me ha visto partir. Ignoro si nos hemos dicho “adiós”, “hasta luego” o
“no me esperes”. Seguramente el silencio fue la última palabra. No me inclino
por volver al mismo sitio ni por regresar en el camino. La vida es una aventura
de constantes partidas. Se llama movimiento.
Huir
de la vida y la existencia también implican movimiento, aunque por fuera los
demás nos vean estancados. Finalmente se trata de partir, dejar la sombra
clavada en este cuerpo y partir, sin ojos ni pies para seguirme. Porque al
final de todo mi propio nombre se volverá silencio.
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