Que me perdone la certeza por
dudar de mí, de mi existencia prolongada y los setenta calendarios apilados en
la suma de los días.
Que me perdone la vida por pagar
impuestos, por la canasta de moras en tiempo de guayabas, por el minuto de
silencio invertido en el rosario.
Que me perdone la risa por
quebrarme demasiado, por la renuncia, por el engaño, por la promesa de “ser
otra” cada día.
Que me perdone la lluvia por
ansiar la primavera, por el rocío de la mañana aferrado a la ventana de mis
ojos.
Que me perdone el infinito por
tener los días contados, por la costilla extra del pecado original.
Que me perdone la boca por mi
celda de palabras, por la sonrisa falsa una mañana de abril, por la mesura, por
el gran bocado, por no tener un discurso lapidario.
Que me perdone el mundo por teñir
mis canas, por el amor, por la maternidad fallida, por ser humo, niebla, sombra,
nada.
Que me perdone la vida por
esperar en el umbral -de la mirada- el silencio vaciado entre mis canas.
Que me perdone por mis labios -tan
secos para ser besados- por contener la palabra en jaula de tristezas, por la
añoranza, por el café de la mañana, por el dolor aprisionado en la garganta.
Que me perdone la vida por ansiar
el alba, por el cadáver del espejo, por un día más en la batalla.
Que me perdone por el ramo de
gerberas -marchitas- en abril, por la silueta proyectada en el escombro, por la
duda, por el engaño, por añorar un tiempo seco entre mis manos.
Que me perdone la vida por ser
finita, por la reserva de mis piernas para abrirse a la existencia, por la
aspereza de la mano que trabaja, por Nada.
Que me perdone todo -la dosis de
aspirina, la tarjeta de jubilación, el cheque en blanco, el último latido,
acaso- por no aspirar a ser.
Que la vida me perdone por el
pecho cercenado, por un cuerpo maldito -inútil para un propósito divino- por el
vientre no fecundo, por el ciclo no menstruado.
Que me perdone por creer en mí -¿qué
soy más allá de mi silencio?- por el denso pensamiento siguiendo el compás de
este minué, por devorar mi corazón sangrante con puré de papas y salsa de
ilusión.
Que me perdone la vida por la
ignorancia, por la inocencia, por la indigencia de mudar de piel.
Que me perdone por la arruga en
la camisa, por la bastilla mal hecha, por el botón en un sitio equivocado, por
no ensartar el hilo en el ojal.
Que me perdone la vida por perder
-la juventud, la posibilidad de amar, el tiempo de ser madre- por ganar -estas
ojeras terribles, mis arrugas tan dramáticas, la reuma de las piernas, la
artritis de las manos- por esperar la muerte en el umbral.
Que por la risa me perdone, quizá
-también- por el grito ahogado, por el humor cambiante, por el odio corrosivo, por
la ilusión -de un sueño- acaso.
Que me perdonen todos -nadie- por
este cuerpo finito que en todo -y nada- se transforma, por este rostro abyecto clavado
en la silueta del espejo, por esta sombra mía condenada a perecer en mí.
No tengo nada más. Yo soy todo lo
que tengo, porque al cruzar el horizonte mi propio nombre se volverá silencio.
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