Las culturas antiguas dejaron
testimonio de diversos rituales que daban cuenta del proceso que debía pasar la
persona para trascender el espíritu más allá de los límites mortales. Incluso
la tradición judeocristiana retomó varias de estas prácticas y las aplicó en su
doctrina, por ejemplo, con el bautismo.
Se
trata de un proceso al que han denominado “purificación”, como si el acto de
ser traído al mundo implicara arrastrar impurezas que impidieran al espíritu su
trascendencia, aunque ello implica negar e incluso borrar los indicios del
mundo antes del mundo, la existencia antes del ser.
Los
casos más extremos aplicaban el fuego para consumir la impureza del cuerpo y
purificar el espíritu encerrado, como una analogía de las llamas de un Infierno
cristiano al que se hubiera condenado la existencia de no haber sido purificado
en vida. Pero hay múltiples formas de purificación.
Hubo
un tiempo en el que había rituales complejos, llenos de esencias, cantos y
supersticiones que abrían la puerta a una especie de trance y de catarsis para
el espíritu, proceso que devenía finalmente en una revelación o epifanía.
Siglos después, aquellos rituales pasaron a una experiencia individual de ayuno
y aislamiento que condujera a la mente a este trance sumergido en alucinaciones
producto de la inanición.
En
nuestros días la purificación es más sencilla para la tradición judeocristiana.
Se trata de lavar las impurezas en el agua, como hacía San Juan Bautista. Y,
sin embargo, cada día tenemos la posibilidad de tomar conciencia de esta
purificación cuando nos encontramos bajo el agua de la regadera, solo que
estamos tan sumergidos en las tribulaciones del día a día que ignoramos este
tipo de rituales para la trascendencia del espíritu.
Yo
he creado mis propios rituales que en poco se asemejan a este legado, aunque
coinciden con mis procesos de crisis. Estando en el abismo, me dejo secar poco
a poco a través de la renuncia al alimento. Me ahogo en alcohol y conmigo ahogo
las memorias que más atormentan mi espíritu.
Una
vez vacía, paso por un proceso de dolor físico al abrirme numerosas heridas en
el cuerpo y en el rojo de la sangre voy purificando mi existencia no vivida. Al
final del proceso es como un renacer bajo otras circunstancias, con la
experiencia mística del martirio voluntario para llegar a la epifanía.
Las
visiones de esta purificación las guardo para mí, porque la humanidad no
entendería, ni siquiera en caso de ser presentadas bajo formas literarias como
hizo Santa Teresa de Jesús. Es mi propio Apocalipsis que se repite cada cierto
tiempo, un proceso en el que mi espíritu conoce los límites de la existencia,
ahí donde pocos se atreven a llegar en vida.
Pero
la vida es demasiada para ser tan breve.
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