5 de marzo de 2019

64. La purificación


Las culturas antiguas dejaron testimonio de diversos rituales que daban cuenta del proceso que debía pasar la persona para trascender el espíritu más allá de los límites mortales. Incluso la tradición judeocristiana retomó varias de estas prácticas y las aplicó en su doctrina, por ejemplo, con el bautismo.

         Se trata de un proceso al que han denominado “purificación”, como si el acto de ser traído al mundo implicara arrastrar impurezas que impidieran al espíritu su trascendencia, aunque ello implica negar e incluso borrar los indicios del mundo antes del mundo, la existencia antes del ser.
         Los casos más extremos aplicaban el fuego para consumir la impureza del cuerpo y purificar el espíritu encerrado, como una analogía de las llamas de un Infierno cristiano al que se hubiera condenado la existencia de no haber sido purificado en vida. Pero hay múltiples formas de purificación.
         Hubo un tiempo en el que había rituales complejos, llenos de esencias, cantos y supersticiones que abrían la puerta a una especie de trance y de catarsis para el espíritu, proceso que devenía finalmente en una revelación o epifanía. Siglos después, aquellos rituales pasaron a una experiencia individual de ayuno y aislamiento que condujera a la mente a este trance sumergido en alucinaciones producto de la inanición.
         En nuestros días la purificación es más sencilla para la tradición judeocristiana. Se trata de lavar las impurezas en el agua, como hacía San Juan Bautista. Y, sin embargo, cada día tenemos la posibilidad de tomar conciencia de esta purificación cuando nos encontramos bajo el agua de la regadera, solo que estamos tan sumergidos en las tribulaciones del día a día que ignoramos este tipo de rituales para la trascendencia del espíritu.
         Yo he creado mis propios rituales que en poco se asemejan a este legado, aunque coinciden con mis procesos de crisis. Estando en el abismo, me dejo secar poco a poco a través de la renuncia al alimento. Me ahogo en alcohol y conmigo ahogo las memorias que más atormentan mi espíritu.
         Una vez vacía, paso por un proceso de dolor físico al abrirme numerosas heridas en el cuerpo y en el rojo de la sangre voy purificando mi existencia no vivida. Al final del proceso es como un renacer bajo otras circunstancias, con la experiencia mística del martirio voluntario para llegar a la epifanía.
         Las visiones de esta purificación las guardo para mí, porque la humanidad no entendería, ni siquiera en caso de ser presentadas bajo formas literarias como hizo Santa Teresa de Jesús. Es mi propio Apocalipsis que se repite cada cierto tiempo, un proceso en el que mi espíritu conoce los límites de la existencia, ahí donde pocos se atreven a llegar en vida.
         Pero la vida es demasiada para ser tan breve.

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