Abrir los ojos como un acto de
piedad hacia la vida y, sin embargo, despertar envuelta en los escombros de la
noche. El despertar debería ser un acto de esperanza después de la
no-existencia, pero hay ocasiones en las que implica abrir los ojos frente a la
no-existencia.
Puede
ocurrir en cualquier momento si nos dejamos guiar por nuestro cuerpo o podemos
dominar el instinto si convertimos el despertar en un hábito. Pienso en
aquellas personas que despiertan antes del alba para comenzar sus tareas
cotidianas y cuyo despertar es más un hábito que producto de una alarma de
reloj.
En
todo caso, el despertar es la última transición entre el sueño y la vigilia que
nos aterriza en nuestro entorno inmediato de manera paulatina o en una caída
abrupta. En uno y otro caso, abrir los ojos es cortar el hilo con el mundo construido
durante el tiempo previo en el que la mente pudo abrir la puerta a otra
posibilidad.
Para
algunos, el despertar es un acto al que se aferran con todas sus fuerzas,
temerosos de que llegue un día (o noche) en el que ya no puedan despertar. En
cambio, hay quienes prefieren que la muerte llegue mientras ocurre el viaje del
sueño y se manifieste antes del despertar. Miedo a la experiencia del dolor
físico cuando suceda lo que ha de suceder.
Hay
otro tipo de despertar más cercano en su significado al mito de la Caverna de
la que hablaba Platón. Es el “amiga, date cuenta” de nuestros días. Abrir los
ojos, despertar del engaño y advertir que nuestro entorno y las palabras que lo
han construido son apariencia, falsedad, mentira.
En
esos casos, el despertar también implica una especie de desorientación y un
proceso de reconocimiento de nuestro entorno, ese que creíamos haber conocido.
Y cada movimiento, cada pensamiento, caminan con sigilo buscando el paso seguro
para avanzar.
Cuando
uno permanece por un tiempo prolongado con una venda en los ojos y, de pronto,
esta es retirada, nuestro despertar es un abrir los ojos a la luz que ciega y
debe pasar un tiempo antes de que la vista se adapte al nuevo entorno, ese que
desconocíamos o que llegamos a conocer bajo un velo de apariencia.
Cada
mañana despierto a la luz del alba como una especie de ritual. Despierto para
ver el techo gris y la escasa luz que se filtra en la ventana. Ese gris me
recuerda que (aún) estoy viva, que la noche y sus espectros no han podido con
esta existencia y me pregunto si será mi último despertar. Los ojos también
pueden ser mensajeros de la no-existencia.
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