24 de marzo de 2019

83. El despertar


Abrir los ojos como un acto de piedad hacia la vida y, sin embargo, despertar envuelta en los escombros de la noche. El despertar debería ser un acto de esperanza después de la no-existencia, pero hay ocasiones en las que implica abrir los ojos frente a la no-existencia.

         Puede ocurrir en cualquier momento si nos dejamos guiar por nuestro cuerpo o podemos dominar el instinto si convertimos el despertar en un hábito. Pienso en aquellas personas que despiertan antes del alba para comenzar sus tareas cotidianas y cuyo despertar es más un hábito que producto de una alarma de reloj.
         En todo caso, el despertar es la última transición entre el sueño y la vigilia que nos aterriza en nuestro entorno inmediato de manera paulatina o en una caída abrupta. En uno y otro caso, abrir los ojos es cortar el hilo con el mundo construido durante el tiempo previo en el que la mente pudo abrir la puerta a otra posibilidad.
         Para algunos, el despertar es un acto al que se aferran con todas sus fuerzas, temerosos de que llegue un día (o noche) en el que ya no puedan despertar. En cambio, hay quienes prefieren que la muerte llegue mientras ocurre el viaje del sueño y se manifieste antes del despertar. Miedo a la experiencia del dolor físico cuando suceda lo que ha de suceder.
         Hay otro tipo de despertar más cercano en su significado al mito de la Caverna de la que hablaba Platón. Es el “amiga, date cuenta” de nuestros días. Abrir los ojos, despertar del engaño y advertir que nuestro entorno y las palabras que lo han construido son apariencia, falsedad, mentira.
         En esos casos, el despertar también implica una especie de desorientación y un proceso de reconocimiento de nuestro entorno, ese que creíamos haber conocido. Y cada movimiento, cada pensamiento, caminan con sigilo buscando el paso seguro para avanzar.
         Cuando uno permanece por un tiempo prolongado con una venda en los ojos y, de pronto, esta es retirada, nuestro despertar es un abrir los ojos a la luz que ciega y debe pasar un tiempo antes de que la vista se adapte al nuevo entorno, ese que desconocíamos o que llegamos a conocer bajo un velo de apariencia.
         Cada mañana despierto a la luz del alba como una especie de ritual. Despierto para ver el techo gris y la escasa luz que se filtra en la ventana. Ese gris me recuerda que (aún) estoy viva, que la noche y sus espectros no han podido con esta existencia y me pregunto si será mi último despertar. Los ojos también pueden ser mensajeros de la no-existencia.

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