Mi doctrina se basa en un
decálogo del que daré cuenta después, aunque una de sus premisas viene a
colación por esa falsa idea de felicidad que impera en la modernidad: “no se
aprende de la risa, se aprende de los golpes de la vida”. El instante de
felicidad, ese al que nos entregamos porque abarca numerosos estímulos, es a lo
que llamo “éxtasis”.
Hay
quienes han probado estimulantes para generar esa condición parecida al
éxtasis, una experiencia sensorial que multiplica los estímulos y altera la
realidad para generar una condición muy similar al estado de plenitud en el
espíritu que derrama su sabiduría en nuestro trayecto.
Me
resulta un poco (un tanto) ofensivo que se tenga que recurrir a estimulantes
que induzcan ese estado cuando la propia vida te ofrece esos estímulos y uno
tiene la capacidad de aprehenderlos si se está muy atento a las señales. Soy
alcohólica, pero las drogas no me van. Me resulta patética la experiencia a
partir de sustancias que induzcan y fuercen la experiencia sensorial del
éxtasis.
Tampoco
soy ajena a ese tipo de experiencias. Probé diferentes sustancias en mi
juventud, por voluntad, por la curiosidad de mi cuerpo bajo circunstancias
diferentes. Supe de qué se trataba. Jamás me volvieron a atraer. Continué mi
vida en el alcoholismo porque me otorga otro estado de conciencia (o
inconsciencia) que no me limita la capacidad de escribir.
Vivo
en un abismo y otro constantemente. Tengo pocos motivos (podría asegurar que
ninguno) para vivir y, sin embargo, decido de forma consciente entregarme al
estímulo del alcohol para llegar al éxtasis de una experiencia sensorial que me
permita conocerme en otra realidad, bajo otro filtro, sin alterar demasiado mi
conciencia para asimilar los estímulos que se me ofrecen.
No
es un orgasmo. El éxtasis es una sensación de plenitud que se prolonga lo
suficiente, mientras se tenga conciencia de los estímulos que motivan esa
sensación de plenitud. Uno recuerda, evoca la sonrisa. Se entrega a esa especie
de descarga eléctrica y deja que le recorra el cuerpo entero.
Pero
es una experiencia que aún se manifiesta durante la conciencia. Utilizar
estimulantes para potenciar esa experiencia es alterar lo que el propio
espíritu te ofrece. No me interesa ver el mundo en blanco y negro con el peyote.
No me interesa ver los colores más vívidos con la marihuana. No me interesa la
alteridad del tiempo con la cocaína. No me interesa lo que me ofrezcan la
piedra, ni el crocodile, ni el LSD, ni la heroína, ni el cemento, ni el
resistol ni los solventes.
He
vivido el éxtasis sin necesidad de esos estimulantes. Se llega a estar en la
cima del mundo propio y, de pronto, se desvanece en descargas eléctricas que
nos recorren hasta encontrar su lugar en la memoria. El éxtasis, finalmente, es
una llave que abre puertas a otros niveles de la espiritualidad.
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