Cierto es que una flor no hace
primavera, pero la anuncia y una vez que esta llega, aquellas regiones fuera
del ecuador se visten de colores y sonidos que generan una experiencia de
placer para la mayoría, excepto para unos cuantos alérgicos al polen.
El
cambio climático, lamentablemente, ha modificado las estaciones del año (tan
maravillosamente representadas por Vivaldi en una de sus obras más conocidas) y
lo que antes era primavera se ha tornado en un verano adelantado, mientras que
el invierno es una mezcla de frío y calor que se superponen a diferentes horas
durante el mismo día.
Pero
volvamos a la primavera tan cantada por los poetas, esa que describen como el
renacer, el origen de la vida en un nuevo ciclo, ese trascender simbólico de la
tempestad a la calma y que se ha vinculado más con la alegría y el regocijo, un
periodo de aparente motivación que llama a “ser feliz”.
Vemos
flores aquí y allá, en una extensa variedad que se combina con los diferentes
tonos de verde en los retoños de los árboles, en cuyas ramas comenzamos a
observar la llegada de aves y mariposas multicolores anunciando que la
primavera ya está aquí, incluso en la selva de concreto.
La
gente empieza a guardar los abrigos en la mayoría de las ciudades y desempolva
su ropa ligera para disfrutar del aumento en la temperatura. Ni muy cálido ni
muy fresco: templado, un clima ideal para las caminatas de quienes disfrutan de
estas circunstancias como una oleada de creatividad, inspiración y gozo.
La
primavera se anuncia en el trinar de las aves, en el llamado de la naturaleza a
volver sobre sí misma y comenzar una nueva creación. La primavera es una
Perséfone que sube desde el Inframundo hasta la tierra para derramar sus dones.
Quizá por eso la primavera tiene en el fondo una esencia femenina, fuerza
creadora que comienza por un nuevo orden para un nuevo ciclo.
Y,
sin embargo, hay quienes no alcanzan esos dones porque jamás pudieron escapar
del invierno de sus vidas, como yo, sumida en la locura y la tormenta de mis
pensamientos, incapaz de conectarme con la vida y el color que me rodea porque
en mí habitan el dolor, la angustia y el eco de ser nada. Nada.
En
mis ojos se clavó la noche para llorar estrellas que perdieron su fulgor. Mi
boca es una celda de carámbanos y dientes donde la palabra muere mucho antes de
la primera sílaba. Esto que debería latir se convirtió en un corazón de piedra:
duro, pero quebradizo si se golpea con mucha fuerza.
Aquí
dentro aún es otoño y yo me extingo en mi silencio.
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