Cierto es que el tiempo es
relativo y se ajusta a nuestra percepción bajo determinadas circunstancias. Un
día parece esfumarse en unos minutos cuando estamos sometidos a un ritmo
acelerado, mientras que la inactividad nos puede hacer creer que una hora se
prolonga la mitad del día en un tedio insufrible. Bajo esa lógica sería
imposible establecer cuánto dura un instante y, sin embargo, sabemos reconocer
un instante cuando se manifiesta.
En
el entramado de la vida, un instante correspondería a las puntadas de fantasía
que decoran el tejido. Así tenemos algunos entramados planos o con puntos
sueltos, otros con decorados sutiles, unos más con complejas puntadas de
fantasía y muy pocos que parecerían encaje. La fuerza con la que unimos los
puntos también es determinante para fijar esos instantes el tiempo suficiente
para que perduren en la memoria o se pierdan con el paso del tiempo.
Cuando
transitas, como yo, por selvas, desiertos, túneles, pozos y abismos, el tiempo
se hace eterno y los instantes se manifiestan de forma tan aislada, esporádica,
que incluso piensas que se trata de un mito. Pero los llegas a vivir, incluso
cuando solo experimentes un instante en toda tu vida.
El
instante es tiempo, pero también es otras cosas más allá del tiempo. Es un
lapso que involucra hechos, emociones o sensaciones, o una mezcla de esos
elementos que merece ser recordado, que ocupa un lugar en nuestra memoria
porque trasciende lo ordinario de la cotidianidad.
Cuando
pensamos en el pasado evocamos instantes, no una sucesión cronológica de
hechos. Quienes padecen Alzheimer pierden poco a poco esos instantes porque su
memoria se ha fracturado y entre las grietas se filtran aquellas cosas que
alguna vez dejaron huella y hoy son indicios que carecen de significado.
Mi
vida es una urdimbre de puntos sueltos aquí y allá, una madeja mal hecha, como
con desgana, que a diario ahogo en alcohol para prenderle fuego y consumir los
instantes que han formado mi memoria. Y, sin embargo, las memorias permanecen
en forma de cenizas que se acumulan en este recipiente llamado cuerpo.
Puedo
evocar esos instantes a partir de las cenizas, pero no es “el instante”, sino
su espectro, una memoria distorsionada que sobrevivió al olvido y se convirtió
en monstruo. Este rostro que se mira en el espejo es un rostro curtido por
instantes a los que he prendido fuego. Sobreviviente, sí, y también el peso de
haber sobrevivido.
No
me arrepiento. Fue una elección, así como he elegido renunciar a la voluntad de
vivir y la voluntad de existir, porque no puedo conectar con mi entorno. Busco
el silencio porque así puedo escuchar mi nombre antes de que desaparezca sobre
el agua.
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