A veces tengo la impresión de que
en esta naturaleza humana llevamos muy dentro una especie de presa en la que
vamos acumulando diferentes emociones que nos alteran y que no podemos procesar
en el momento. Pero pasa el tiempo y esas emociones se van sumando hasta el
punto en el que la presa termina por desbordar: una catarsis.
El
problema es que cuando se presenta esa situación, el cúmulo de emociones rompen
la cortina de la presa y arrastran todo lo que encuentran a su paso, con una
fuerza destructiva no solo con el entorno inmediato, sino también hacia el
interior de cada persona.
Las
catarsis son necesarias considerando que las emociones contenidas, aunque no
encuentren salida, tampoco se desvanecen, sino que se acumulan una sobre otra,
se mezclan, se confunden sus límites, buscan su propio espacio y entran en
conflicto dentro de la gran presa del espíritu. Y entonces romper el muro que
les contiene.
Es
algo similar a una avalancha o un tsunami: puede comenzar con una fuerza
destructora que se va magnificando conforme avanza y genera más daño con todo
aquello que arrastra a su paso. ¿Quién resiste a una fuerza destructora así?
Solo aquellos que conocen la empatía.
He
sobrevivido a dos catarsis en toda mi existencia, aunque pudieron ser más y he
logrado evitarlas. La primera, cuando estos ojos perdieron su infancia y
maduraron en un pestañeo al enfrentarse a la crueldad del mundo. La segunda,
cuando asumí de forma consciente la renuncia a la vida y la existencia.
Han
sido dos momentos grabados en las líneas de mis manos, como si el destino
hubiera estado escrito sin posibilidad de elegir y, sin embargo, ambos momentos
fueron producto de una elección, por muy irracional que sea una catarsis. Las
consecuencias son palpables sin necesidad de preguntar.
Tanta
violencia acumulada en mi interior ha encontrado una sola salida para evitar
que la cortina de la presa truene. He aprendido a reconocer cuando el límite de
la presa está a punto de ser sobrepasado. Entonces comienzo mi ritual de
lacerar la piel con pequeñas navajas y dejar que la sangre fluya en pequeñas
gotas mientras la extensión de la piel recibe constantes descargas eléctricas
que me otorgan un poco de sosiego.
De
no hacerlo, de no recurrir a este ritual macabro para ojos que no comprenden,
esta presa desbordaría con tal fuerza que el daño sería irreparable una vez
rota la cortina. La naturaleza humana es compleja, pero nos gusta pensar en
actos de bondad para definir esa naturaleza. El instinto asesino también forma
parte de ese entramado y decido hacerme daño antes que llegar a la muerte de
alguien más.
La
última catarsis será el silencio de mi nombre al final de mis días.
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