6 de marzo de 2019

65. La catarsis


A veces tengo la impresión de que en esta naturaleza humana llevamos muy dentro una especie de presa en la que vamos acumulando diferentes emociones que nos alteran y que no podemos procesar en el momento. Pero pasa el tiempo y esas emociones se van sumando hasta el punto en el que la presa termina por desbordar: una catarsis.

         El problema es que cuando se presenta esa situación, el cúmulo de emociones rompen la cortina de la presa y arrastran todo lo que encuentran a su paso, con una fuerza destructiva no solo con el entorno inmediato, sino también hacia el interior de cada persona.
         Las catarsis son necesarias considerando que las emociones contenidas, aunque no encuentren salida, tampoco se desvanecen, sino que se acumulan una sobre otra, se mezclan, se confunden sus límites, buscan su propio espacio y entran en conflicto dentro de la gran presa del espíritu. Y entonces romper el muro que les contiene.
         Es algo similar a una avalancha o un tsunami: puede comenzar con una fuerza destructora que se va magnificando conforme avanza y genera más daño con todo aquello que arrastra a su paso. ¿Quién resiste a una fuerza destructora así? Solo aquellos que conocen la empatía.
         He sobrevivido a dos catarsis en toda mi existencia, aunque pudieron ser más y he logrado evitarlas. La primera, cuando estos ojos perdieron su infancia y maduraron en un pestañeo al enfrentarse a la crueldad del mundo. La segunda, cuando asumí de forma consciente la renuncia a la vida y la existencia.
         Han sido dos momentos grabados en las líneas de mis manos, como si el destino hubiera estado escrito sin posibilidad de elegir y, sin embargo, ambos momentos fueron producto de una elección, por muy irracional que sea una catarsis. Las consecuencias son palpables sin necesidad de preguntar.
         Tanta violencia acumulada en mi interior ha encontrado una sola salida para evitar que la cortina de la presa truene. He aprendido a reconocer cuando el límite de la presa está a punto de ser sobrepasado. Entonces comienzo mi ritual de lacerar la piel con pequeñas navajas y dejar que la sangre fluya en pequeñas gotas mientras la extensión de la piel recibe constantes descargas eléctricas que me otorgan un poco de sosiego.
         De no hacerlo, de no recurrir a este ritual macabro para ojos que no comprenden, esta presa desbordaría con tal fuerza que el daño sería irreparable una vez rota la cortina. La naturaleza humana es compleja, pero nos gusta pensar en actos de bondad para definir esa naturaleza. El instinto asesino también forma parte de ese entramado y decido hacerme daño antes que llegar a la muerte de alguien más.
         La última catarsis será el silencio de mi nombre al final de mis días.

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