12 de marzo de 2019

71. La inmortalidad


Una de las grandes aspiraciones del hombre ha sido vencer a la muerte. En las culturas antiguas, cuyos dioses eran inmortales, colocaban a la humanidad en el escaño de la mortalidad y muy pocos, solo personas extraordinarias, se convertían en semidioses que podían prolongar el momento de la muerte. Luego vinieron las filosofías de la vida más allá de la muerte, la vida eterna y otras ideas que minimizaran el terror que provocaba el momento de morir.

         Hubo quien jugó a la alquimia para crear la piedra filosofal, elemento clave para el elíxir de la vida que prolongara la existencia de manera indefinida y después vino la ciencia con sus múltiples descubrimientos en torno a la salud que, en teoría, deberían prolongar la vida.
         Me pregunto si este afán de vencer a la muerte no responde a ese terror que implica la no existencia, porque se ha avanzado tanto en la expectativa de vida que pasamos de apenas veintitantos años en la etapa primitiva a casi ochenta años en nuestro siglo XXI. Pero prolongamos una vida que no vivimos porque perdemos la vida en aspectos que no trascienden para nuestra existencia.
         Qué difícil debe ser para los dioses una vida eterna en la que ves nacer y morir a tu creación por milenios que se repiten. A la larga, el tiempo se vuelve insoportable y cualquier satisfacción se vuelve efímera al corto tiempo. Debe ser un tedio la inmortalidad.
         Incluso si después de la muerte nos espera una vida eterna, independientemente de la cosmogonía de nuestra doctrina, esa vida debe ser un tedio que carece de motivos para vivir que permanezcan durante toda la eternidad. Sería más fácil pensar que después de la muerte, nuestro espíritu vuelve a un estado de no existencia hasta que alguien decide traerlo nuevamente al mundo.
         Este espíritu mío que me habita en este recipiente llamado cuerpo, quién sabe cuántas vidas haya vivido, quién sabe qué tantas experiencias haya acumulado, pero seguramente después de mí retornará a la no existencia donde olvidará esto que hemos vivido hasta un nuevo despertar.
         Una vida de inmortalidad me parece insoportable para mí, que ni siquiera soporto la vida mortal. En todos estos años he renunciado a la vida y a la existencia porque no tengo voluntad para vivir ni para existir.
         Y aquí me tienen, sentada al borde de mis ojos, mirando el horizonte que se extiende hacia la eternidad mientras me trueno los dedos en la ansiedad de mi cabeza. He renunciado al camino de la vida para perderme en la selva del caos que me domina.
         Aquí dentro me habitan las palabras y cuando suceda lo que ha de suceder mi propio nombre se volverá silencio.

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