Un día como hoy, en 1941,
Virginia Woolf perdió las amarras de la vida. Cargó con piedras en su abrigo,
suficientes para arrojarse al río y abandonar la existencia en la fuerza del
agua. Se negó a vivir porque la existencia sobrepasaba la voluntad. Dejó
indicios que se leyeron muy tarde. Sobrevivía a la vida porque resultaba
demasiada.
El
cuerpo es un recipiente donde está contenida nuestra esencia. Es moldeable,
quebradizo y al mismo tiempo resistente, según la fuerza de voluntad, la entereza
y la capacidad de mantenerse en una pieza.
Sometido
a múltiples circunstancias, una cosa es cierta: el recipiente puede sufrir
todos los golpes de la vida que uno pueda imaginar, pero solo la muerte (por
mano propia o ajena) puede hacer que ese recipiente libere nuestra esencia
cortando las amarras de la vida.
El
recipiente es el único espacio físico en el que se establecen los límites que
contienen la vida y la esencia de cada persona, los vincula en una mezcla
incapaz de fusionarse, aunque se entretejen para otorgarnos las múltiples
experiencias que se acumulan con el tiempo y se guardan en nuestra memoria para
ser evocadas al cabo de los ciclos.
Al
morir, el recipiente sufre tal daño que es imposible repararlo y desvincula la
vida y la esencia para que cada una retorne al punto de origen. Del recipiente
solo quedan rastros que transmutan y se convierten en materia fértil para
generar nueva vida, aunque de otra variedad.
Este
mundo ha vivido moldeando esos recipientes para ajustarlos a prototipos y
estereotipos que establecen el estándar al que deberían aspirar. Son normas impuestas
bajo códigos silenciosos, aunque evidentes, que únicamente se centran en la
comunicación de las formas sin tomar en cuenta las paredes internas del
recipiente y todo aquello que contiene.
Este
recipiente en el que habito es un tanto adverso. Es más parecido a una Dama de
Hierro cuyas agujas traspasan el espíritu y lo mantienen en tortura permanente,
aunque hacia el exterior se proyecta otra imagen que jamás sospecharía lo que
ocurre dentro.
Tal
vez por esa razón dejo huellas en las paredes exteriores de este recipiente,
indicios manifestados en numerosas cicatrices como rastros de las heridas que
me he infligido cada vez que el dolor se vuelve insoportable.
Porque
también la vida duele cuando el espíritu reniega de su recipiente. En mi caso,
como algunos otros, la falta de voluntad para vivir y para existir impide la
interacción entre la vida y el espíritu. Uno camina por el mundo sobreviviendo
al tormento interior, sin una vida fuera del recipiente porque el primer paso
es la batalla que se libra en esta oquedad. Al final solo queda el silencio.
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