7 de marzo de 2019

66. La máscara


El rostro humano tiene muchos matices que forman parte de la identidad de una persona. Incluso en nuestros días ya se desarrolla inteligencia artificial para el reconocimiento facial de las personas, un rostro en el que estaría incluida toda su historia e identidad.

         La ciencia ficción también ha abordado un espectro importante en ese imaginario: un intercambio de rostros y, en consecuencia, de identidades, lo que no implica llevar consigo todo el historial de experiencias vividas por cada individuo.
         Sin embargo, existe una tradición milenaria que se vale de otros objetos para ocultar un rostro y, por extensión, cambiar de identidad: la máscara, un objeto que en algunas culturas fue utilizado en ceremonias rituales, aunque también ha sido utilizado en representaciones teatrales, en espacios fúnebres, como caricaturización de la personalidad (recuérdese los carnavales), en actos festivos e incluso para delinquir.
         En la antigua Grecia encontramos máscaras que amplificaban la voz de los actores frente a un escenario, mientras en Venecia el colorido de los detalles contrasta con la silueta de un rostro en serie con facciones idénticas en todos los casos (¿una pérdida de identidad?), en tanto que en China estas máscaras perfilaban otros rasgos según fueran representación de una persona o un demonio, representación diferente a los objetos fúnebres encontrados en la cultura egipcia o en las culturas mesoamericanas y también distantes de los antifaces festivos encontrados en la Francia e Inglaterra de los siglos XVII y XVIII.
         Pero estos significados para una máscara se disolvieron hacia el siglo XXI y se transformaron para adaptarse a la era digital: los filtros para la fotografía, que alteran los rasgos faciales y le añaden elementos llamativos visualmente. Se trata de otra forma de cambio de identidad donde el imaginario es posible mientras exista el filtro en alguna aplicación.
         Mi máscara es mi propio rostro. Yo decido quién mira detrás, a la Ofelia que soy, esta ruina convertida en vestigio de grandeza tan solo por un imaginario posible. En mi silencio oculto la verdad de los ojos, las palabras que se atoran en la garganta, ahí donde yace atascada tanta vida imposible de tragar.
         No asumo una identidad ajena. Soy la misma, pero en diferentes capas y muy pocos han conocido más allá de la superficie. Y cuando suceda lo que ha de suceder, esta máscara morirá conmigo, se volverá polvo sin dejar rastro de mí. Quien me recuerde me evocará como una sombra que se oculta en la mesa de un bar, sola, en silencio, ahogada en alcohol, los ojos nube volcados en el humo del cigarro y unas manos de huesos tremebundos. Mi propio nombre se volverá silencio.

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