Pienso de pronto en las normas
sociales que, valga la redundancia, han normalizado el saludo de “buen día” y
la respuesta socialmente aceptada de decir “bien”, aunque no se esté bien; sin
embargo, reconocer que se está “mal” despierta cierta incomodidad en quien
espera como respuesta un “estar bien”.
Hemos
normalizado tanto el “estar bien” que incomoda cuando alguien se atreve a decir
que está “mal”. ¿Ese malestar sería menos si lo escondemos bajo un “estar
bien”?, ¿o está bien decir que se está “mal”? Si incomoda, en algo estamos mal.
Este
es solo un ejemplo de la normas sociales a las que hemos llamado “de cortesía”,
normas socialmente impuestas, algunas anacrónicas, otras obsoletas y unas más
que han dejado de emplearse, a pesar de ser la base de muchos valores como el
respeto.
La
cortesía, es cierto, representa uno de los pilares sobre los cuales se ha
construido la civilización; no obstante, hay que matizar esta expresión: es uno
de los pilares sobre los cuales se ha construido cierto tipo de civilización,
una donde interactúan los constructos sociales que se han impuesto para el
género y el sexo.
Abrir
la puerta del coche a una mujer, acomodar la silla cuando una mujer tomará
asiento en una mesa, conceder el primer lugar a una mujer cuando esta cruzará
una puerta o utilizará algún objeto, ceder el asiento a una mujer que utiliza
el transporte público; son solo algunos ejemplos de estas normas de cortesía
que dan cuenta de un modelo de civilización.
Sin
embargo, es un modelo en el que no entra el malestar, en el que se reprueba ese
malestar (físico, mental y espiritual), en el que incomodan aquellas conductas
que salen de las normas socialmente impuestas porque se nos ha enseñado que
tales conductas son negativas y no abonan a la construcción del tejido social.
Dichas
normas de cortesía puedo o no aplicarlas en mi cotidianidad, pero no dejo que
regulen mi vida. Si alguien me da los “buenos días” y pregunta cómo estoy,
responderé con franqueza, un valor mucho más elevado que la mentira de decir
que se está “bien”.
A
este mundo parece agradarle más la dulzura de la mentira que el amargo sabor de
la verdad. No es mi problema. Yo soy el punto suelto que amenaza la estructura
de un tejido porque no me sujeto a las reglas que se me imponen. Por eso mi
existencia transcurre ahogada en el alcohol: para prenderle fuego a todo esto
cuando suceda lo que ha de suceder.
No
es de mi interés encajar en un rompecabezas donde mi pieza debe recortarse para
embonar en el espacio que debería ocupar. Prefiero ser el espacio hueco,
imaginario, y que los demás evoquen lo que no pueden dominar.
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