Si de algo peca nuestra época
contemporánea es de falta de empatía con quienes transitan por un sufrimiento,
especialmente cuando se trata de algo emocional o mental. Vivimos en un mundo
con un apego tan fuerte a los objetos que se minimiza la relevancia que pueda
tener un malestar emocional, mental o espiritual.
Leo
noticias que dan cuenta de que alguien decidió quitarse la vida por X
circunstancias y los comentarios de la gente en esa red virtual que otorga el
beneficio del anonimato se enfocan en juzgar y calificar el acto como ridículo,
especialmente cuando se presume que el motivo del suicidio fue por un malestar
emocional o afectivo.
A
lo largo de la historia hemos tenido muchos ejemplos de suicidios, la mayoría
contados tras un velo de idealización y un tufo de romanticismo (en el sentido
propio de la palabra) que le restan objetividad al acto en sí. Quitar una vida
es grave, pero quitarse la vida por mano propia es aún más complicado y
complejo.
Pienso
en el suicidio como una pérdida de expectativas sobre la vida, un momento en el
que esta nos resulta insoportable a tal grado que la mente cierra cualquier
otra posibilidad y nos condena a un sufrimiento ante las pocas alternativas que
se muestran a nuestros ojos. El suicidio es una renuncia a la vida, por
insoportable.
Hay
numerosas formas para quitarse la vida, desde el ahorcamiento, una sobredosis
(de fármacos o drogas), abrirse las venas, envenenamiento, incendiarse a sí
mismo, congestión alcohólica, arrojarse de un puente o a las vías del tren, un
accidente vehicular, incluso la renuncia al alimento (la anorexia es otra forma
de suicidio).
Cada
forma lleva su tiempo, aunque las más recurrentes son las más inmediatas y con
menor grado de fallo. Las menos frecuentes son aquellas que llevan tiempo,
paciencia y mucha fuerza de voluntad para renunciar a la vida y en ese lapso
incluso puede cambiar la perspectiva hasta hacernos dar marcha atrás a nuestro
propósito de quitarnos la vida.
Mi
historia tiene varias huellas de intentos de suicidio. Quizá lo logré y no me
he dado cuenta porque existe la posibilidad de que esto que vivo sea una
ficción sin que tenga una existencia física. Pero ahí están las cicatrices como
grandes escaleras en mis brazos para recordarme que un día transité por
momentos difíciles.
Cada
día renuncio a la vida porque, en efecto, me parece insoportable, por
demasiada: demasiada vida para ser tan breve y, sin embargo, tan obtusa y laxa
para contener instantes.
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