11 de marzo de 2019

70. La estrella


Mirar al cielo nocturno se ha vuelto una práctica tan rara en las grandes urbes que me quedo pensando si este mundo moderno ha cambiado los presagios por la satisfacción efímera que nos otorga una luz artificial. Solo ante un apagón la gente advierte que más allá de la electricidad, el sonido del silencio y la belleza del cielo nocturno son tesoros inagotables.

         Pero esa es nuestra verdad. La electricidad nos ha regalado un mundo de estruendo que parece no dormir (recordemos uno de los tantos nombres con el que se conoce a Nueva York) y en esa lluvia de luces artificiales, coloridas y vistosas, nos sumergimos en el ruido cotidiano que no cesa mientras cerramos los ojos y los oídos al espectáculo que nos ofrece la naturaleza.
         Me gusta el mar porque en la distancia aún puedo ver las constelaciones tejidas en el firmamento. Me gusta el desierto porque el silencio de la noche estrellada es la posibilidad de un encuentro con la paz interior. Me gusta la montaña porque en su grandeza es posible admirar la noche bordada de diamantes.
         Y, sin embargo, aquí estoy en esta selva de concreto, hundida en un mar de luces cuya frialdad poco o nada me motivan. Me he recluido en las sombras, incluso al estar bajo la luz de una lámpara, porque lastima esta luz artificial. Y cada noche tejida en mi calendario busco una estrella, “la estrella” que me oriente en esta selva sin brújula.
         La primera estrella de la mañana, la primera estrella de la noche, las formaciones de estrellas unidas bajo un mismo zodiaco, todas son una belleza rara para quienes vivimos en estos días de satisfacciones efímeras. Quién diría que la humanidad se rigió durante miles de años por esas estrellas, incluso la tradición judeocristiana está marcada por una estrella que definió un antes y un después para su doctrina.
         Y pensar que solo se trata de restos estelares dispersos por todo el universo, que brillan mientras reflejan la luz de un sol que arde sobre sí mismo. Estrellas que viajan, estrellas que caen y se impactan contra planetas y satélites en cada galaxia, estrellas que permanecen en su sitio desde el origen de los tiempos.
         Se ha dicho que “polvo eres y en polvo te convertirás”. Al menos esa es la consigna de la tradición judeocristiana. Pero me gusta creer que al morir nos convertimos en polvo de estrellas y un poco de las cenizas que quedan de nuestra memoria. Esa magia no habita en la luz artificial que ilumina al mundo civilizado, esa es una ilusión para ocultar la esclavitud de un día que se prolonga con electricidad.
         Pero el silencio es sabio y la noche, un tesoro que no valoramos con su manto estrellado. Vivamos pues en la mentira.

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