Mirar al cielo nocturno se ha
vuelto una práctica tan rara en las grandes urbes que me quedo pensando si este
mundo moderno ha cambiado los presagios por la satisfacción efímera que nos
otorga una luz artificial. Solo ante un apagón la gente advierte que más allá
de la electricidad, el sonido del silencio y la belleza del cielo nocturno son
tesoros inagotables.
Pero
esa es nuestra verdad. La electricidad nos ha regalado un mundo de estruendo
que parece no dormir (recordemos uno de los tantos nombres con el que se conoce
a Nueva York) y en esa lluvia de luces artificiales, coloridas y vistosas, nos
sumergimos en el ruido cotidiano que no cesa mientras cerramos los ojos y los
oídos al espectáculo que nos ofrece la naturaleza.
Me
gusta el mar porque en la distancia aún puedo ver las constelaciones tejidas en
el firmamento. Me gusta el desierto porque el silencio de la noche estrellada
es la posibilidad de un encuentro con la paz interior. Me gusta la montaña
porque en su grandeza es posible admirar la noche bordada de diamantes.
Y,
sin embargo, aquí estoy en esta selva de concreto, hundida en un mar de luces
cuya frialdad poco o nada me motivan. Me he recluido en las sombras, incluso al
estar bajo la luz de una lámpara, porque lastima esta luz artificial. Y cada
noche tejida en mi calendario busco una estrella, “la estrella” que me oriente
en esta selva sin brújula.
La
primera estrella de la mañana, la primera estrella de la noche, las formaciones
de estrellas unidas bajo un mismo zodiaco, todas son una belleza rara para
quienes vivimos en estos días de satisfacciones efímeras. Quién diría que la
humanidad se rigió durante miles de años por esas estrellas, incluso la
tradición judeocristiana está marcada por una estrella que definió un antes y un
después para su doctrina.
Y
pensar que solo se trata de restos estelares dispersos por todo el universo,
que brillan mientras reflejan la luz de un sol que arde sobre sí mismo.
Estrellas que viajan, estrellas que caen y se impactan contra planetas y satélites
en cada galaxia, estrellas que permanecen en su sitio desde el origen de los
tiempos.
Se
ha dicho que “polvo eres y en polvo te convertirás”. Al menos esa es la
consigna de la tradición judeocristiana. Pero me gusta creer que al morir nos
convertimos en polvo de estrellas y un poco de las cenizas que quedan de
nuestra memoria. Esa magia no habita en la luz artificial que ilumina al mundo
civilizado, esa es una ilusión para ocultar la esclavitud de un día que se
prolonga con electricidad.
Pero
el silencio es sabio y la noche, un tesoro que no valoramos con su manto
estrellado. Vivamos pues en la mentira.
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