Alguna vez amé, lo que se dice
amar, con todo el corazón hecho polvo y diamantina. Difícil definir ese
concepto porque abarca numerosas perspectivas, desde la ciencia que insiste en
reducir el amor a una reacción química, hasta la filosofía que busca diferentes
respuestas a un fenómeno tan complejo, respuestas que ya han sido plasmadas por
la literatura en valiosas obras que dan cuenta de este entramado y sus matices,
los cuales requieren de adjetivos para ser clasificados.
Hace
tiempo coincidí con alguien en alguna cantina. Como yo, siempre ocupaba una
mesa casi oculta a los ojos de otros clientes en el mismo bar. Describir su
aspecto físico no tiene relevancia. Era su esencia, lo que irradiaba su sola
presencia, lo que atrajo mi atención. Bebía con calma. A cada trago concentraba
su mirada en la mesa, donde reposaban sus manos haciendo anotaciones sobre una
pequeña libreta de bolsillo.
Normalmente
asistía todas las noches al mismo bar y ocupaba la misma mesa. El único día que
extrañaba su presencia eran los jueves. Por lo regular llegaba a las ocho de la
noche y pedía un ruso negro, doble, bien cargado. Sacaba unos audífonos y su
característica libreta y comenzaba a escribir, no en una especie de éxtasis,
sino con pausas intermitentes en las que encendía un cigarro, miraba las
lámparas que colgaban del techo, los rostros de los otros clientes, los
detalles del bar y volvía a su libreta de anotaciones.
Nunca
supe su nombre. Nunca me atreví a sentarme en su mesa. Nunca conocí más allá de
su silueta en aquella mesa (hoy todavía existe). Nunca escuché la música de sus
audífonos mientras la rockola vibraba con las notas de José José. El misterio
que le rodeaba me llevó a construirle una historia en mi cabeza y le amé de
lejos, en la oscuridad de la mesa que ocupé durante tantos años.
Siempre
tuve la inquietud de acercarme y romper esa barrera, pero me contuve. El amor
estaba en el filtro que le había impreso a su esencia, en la imagen creada en
mi mente, y no en aquella mesa. Le pensé todos los días y cada día le construía
una historia en mi cabeza, una historia donde yo nunca figuré, aunque lo
ansiaba. Amé la idea y a pesar de la presencia, decidí no romper esa barrera.
La sensación de amar era lo importante y así me mantuve por varios años, hasta
que un día ya no volvió.
Aquí
escribo desde la misma mesa en el mismo bar. No soy la misma de aquel entonces,
pero el sentimiento de amar permanece. Hoy supe que este amor había muerto. Lo
leí en las noticias de un periódico. Se llamaba Andrés. Decidió poner fin a su
vida ante la incapacidad de amar. Era escritor. Su última obra hablaba de una
Ofelia ahogada en alcohol en la mesa de un bar, enamorada quizá, pero incapaz
de establecer lazos afectivos. El amor también duele.
No hay comentarios:
Publicar un comentario