Se ha dicho que una de las
diferencias entre los vivos y los muertos es que los segundos no proyectan una
sombra. Y, sin embargo, las personas en vida parecen no ser conscientes de su
sombra en la cotidianidad. En este mundo de imágenes, quizás la fotografía es
de las pocas profesiones que presta atención a este detalle, porque para ellos
el mundo es un juego de luces y sombras (similar a lo que ocurre en el arte).
Cabalgo
con mi sombra en el diario trajinar y en mi ebriedad, miro mi sombra proyectada
sobre la mesa de un bar para recordarme que aún tengo vida. Miro la silueta que
proyectan mis cabellos largos, a veces el perfil de mi rostro, con una nariz un
poco tosca.
Pero
mi sombra no puede devolverme el reflejo de mis ojos como lo hace el espejo
cada mañana. Es la evocación de una idea (un cuerpo), como el mito de la
Caverna que describía Platón. Representa los límites de este recipiente, imita
sus movimientos, sus formas y trayectos, pero es solo una vaga representación
de esta esencia.
Una
sombra, aunque condenada a la existencia de un cuerpo, no tiene vida propia al
menos en el mundo conocido. La literatura (la ficción) es punto y aparte. Y hoy
el cine nos muestra otro aspecto sobre el mundo de las sombras que únicamente
explota ese temor primitivo y ancestral a lo desconocido.
En
este mundo de sombras, hay quienes buscan la luz. Otros prefieren la belleza.
Lo cierto es que la sombra es una esencia que deriva de nuestra propia
existencia. Mi propia sombra sin mí no existiría. Más nítida a la luz, se
difumina e las horas de la noche y solamente la luz artificial creada por el
hombre puede continuar con su existencia.
Pero
es de noche cuando la sombra despierta el temor de nuestra mente. Andamos por
las calles bajo esa luz artificial, mirando nuestra sombra a cada paso que
juega con la distancia de los faroles que cambian la perspectiva en la que se
proyecta nuestra sombra, que llega un punto en el que una sombra ajena a
nuestros cuerpos incluso nos paraliza.
Es
una adrenalina que nos recorre y por instinto buscamos el origen de esa sombra
porque es una existencia que invade nuestro entorno sin mostrar la cara. En
algunos casos, la sombra corresponde con el miedo. En otros, los menos, la risa
sale a flote cuando advertimos que es solo otra extensión de nuestra sombra,
proyectada en otra perspectiva por la distancia con otra luminaria.
En
el fondo, la sombra nos da cierto consuelo sobre nuestra existencia. Nos recuerda
la vida que permanece y se transforma en este cuerpo en el que existimos. Nos
acompaña desde el momento de nacer y nos abandona con la muerte. Pero amar la
sombra es amar la idea que proyectamos sobre nosotros mismos. Una variante del
mito de Narciso. La sombra, finalmente, es un mito adaptado a nuestra propia
circunstancia.
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