He ahogado los sueños en alcohol
el tiempo suficiente para convertirlos en pequeñas frustraciones del día a día.
No me arrepiento, no cuando la vida te curte con violencia y escribe tu nombre
sobre el agua. El autosabotaje tiene varios matices que a menudo son difíciles
de asimilar, en especial para quienes viven a la expectativa, con esperanza,
ilusionados, en espera de un mejor porvenir. El optimismo no forma parte de mí
porque se piensan los pasos en relación con el destino y no sobre la marcha, a
corto plazo. El primer paso puede ser el último si se va demasiado aprisa.
Sin
embargo, me entrego al correr de las horas que se escapan sin punto de retorno
y dejo que el azar (o la desidia) tome la ruta que más plazca porque no tengo
la fuerza para decidir por mí y para mí. Una vez tomado un camino me dispongo a
vivir lo que pueda soportar. El poder de decidir escapa a mi fuerza de voluntad
y esa carga de responsabilidad me sobrepasa, debo reconocerlo.
Tal
vez haya quien no entienda mi lógica de pensamiento, pero no pueden ponerse en
mis zapatos porque camino descalza a pesar de las espinas en los senderos por
los que transito. Andar con calzado, independientemente del camino, haría la
vida de cualquiera más fácil, una vida de privilegio que no permite aprender de
los golpes de la vida. Podría parecer una especie de invocación al martirio, un
suplicio voluntario que se anhela con un propósito banal y, quizás, por
vanidad. Pero pocos llegan a este camino por voluntad.
Habrá
quien piense que esta aparente amargura es producto de una serie de malas
experiencias en el amor, pero el amor es algo más que una buena o mala
experiencia. Alguna vez amé, lo que se dice amar, y puse todo mi empeño en
ello, pero hace falta tomar distancia para ver las cosas en perspectiva. Fue
una década bajo una dinámica poco saludable para ambas partes y, a pesar de
todo, transcurrieron diez años en los que nada aprendimos del amor hasta
llegado el día en que cada quien tomó un camino diferente.
Ese
día, una década después, aprendimos la primera lección sobre el amor: produce
frutos cuando la química deriva en tres esencias, pero marchita y envenena en
el momento en que una somete a la otra, pues implica la desaparición de una de
las dos esencias, incluso cuando son tan similares. La afinidad no debe
traducirse en amor pues se corre el riesgo de desaparecer.
Hay
quien cuestiona que diluya mi esencia en alcohol, pero el alcohol crea
maravillosos cocteles que alteran la perspectiva sobre el mundo. Decía William
Blake que “el sendero del exceso conduce al palacio de la sabiduría”. De ser
así, mi nombre es un exceso (uno de tantos) que puede evaporarse a la primera
epifanía. Soy frágil, verdad efímera, pero me aferro a la existencia aunque
implique abandonarme al azar del tiempo. Soy y en el umbral del mundo me
repito: “este es mi silencio”.
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