21 de enero de 2019

21. La identidad


Al nombrar, otorgamos un significado a la cosa y, por extensión, una identidad preconcebida, impuesta, se identifique o no. El nombre otorga un significado de la cosa para los “otros”. El nombre nos da un referente, un fragmento de una identidad, aunque vago e incompleto. La identidad se construye sobre bases endebles que se transforman al cabo de las experiencias en el camino de la vida.

         Mi nombre es Ofelia. Podría decir que tengo dieciocho años o setenta y tres. He vivido demasiado y mis arrugas apenas se distinguen. Tengo los achaques de una vida dura, pero gozo de la lozanía de la juventud. Normalmente mi espalda es una curva que se cierne sobre sí, como tratando de ocultar los latidos del corazón. Mis piernas, cual mástiles de un barco a la deriva. Y estos ojos color de nube que han hablado demasiado.
         Es un boceto de retrato. Algo difuso, que no detalla el contorno de la nariz, la silueta de los labios, las líneas de las manos o los lunares distribuidos en la extensión de la piel. Hablo de mí y de este cuerpo que en todo y nada se transforma porque nada soy, nada tengo, porque al final del orbe mi propio nombre se volverá silencio.
         Y, sin embargo, algo de este cuerpo me permite expresar mi identidad con mayor certeza. Esta Ofelia que escribe es una paleta en tonos quebrados, predominando los naranjas, ocres, grises y mostazas. Algún lector habrá de imaginarme con una gran melena de cabellos chinos color castaño y un largo cuello del que penden numerosas cadenas y collares. Otros más se inclinarán por un cabello a la altura de los hombros, lacio, recto, rígido y oscuro. Los menos quizás me piensen como una cabeza con cabellos rubios, en la androginia del siglo XXI, con pómulos afilados y pestañas postizas.
         La verdad es que esta cabeza alguna vez lució un cabello naranja rojizo, largo hasta la entrepierna y ondulado con suaves curvas. Cabello escaso y no abundante. Era un tiempo en el que Ana todavía no figuraba en los planes del universo. Mis ojos casi grises se volvieron color de nube conforme la vida me curtía. Ningún tatuaje. Me bastaban las cicatrices que se acumulaban en la extensión de los brazos y las piernas, heridas que admiraron tantos cuyo nombre ya no existe.
         Esta cabeza que no duerme hoy dista mucho de esa imagen. Mis cabellos son una madeja tan revuelta que sería imposible encontrar la punta del hilo. En mis brazos corren ríos de palabras entretejidos con el eco y el silencio. Alguna vez mi cabeza estuvo calva. Fueron los años de Ana, un tiempo en el que la locura de mis pensamientos me condenó a sobrevivir a tres intentos de suicidio.
         Vivo, sí, pero a qué precio. La vida sin existencia es peor que morir en vida.

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