Era una madrugada de un 27 de
enero, hace varios años ya. Me hundía en el alcohol para afrontar una nueva
crisis, tal vez la más dura que he experimentado, cuando llegó a mi mesa y tomó
asiento. Nadie sospechaba lo que escondían sus ojos y lo que ocurriría minutos
después.
Como
un caballero, se ofreció a llevarme a mi casa. Pero al subir al auto las cosas
cambiaron demasiado. Una plática banal se tornó en discusión violenta mientras
cruzábamos el bulevar a alta velocidad (casi el doble del límite legal) y en un
punto gritó con furia: “vamos a ver si Dios existe”.
Aceleró
aún más y soltó el volante. Las luces de la calle giraron. Escuché el sonido de
las llantas, el motor, el camellón que se partía con el peso del vehículo y
luego el duro golpe contra un poste al otro extremo de la acera. Mi mente se
nubló algunos minutos, un tiempo en el que alguien llamó a los servicios de
emergencias y al despertar ya estaban ahí las ambulancias y elementos de transito
para auxiliarnos.
En
mi ebriedad, el instinto me hizo abrocharme el cinturón de seguridad cuando la
discusión se tornó violenta. Ese acto tan simple me salvó la vida. De no
haberlo hecho, mi cuerpo hubiera salido disparado por el parabrisas y no
estaría escribiendo estas líneas en este momento. Pero sobrevivir cuando deseas
la muerte es quizá peor que la muerte en sí.
Es
curioso que hay quien piensa que el destino está escrito en las líneas de las
manos y que cambian conforme las experiencias y decisiones tomadas en la vida.
En las palmas de mis manos, la línea de la vida se corta en un punto y continúa
después, alejada del resto de las líneas. Ese accidente en el que debí morir
representa ese corte de líneas en las palmas de mis manos.
Hubo
un antes, con líneas turbulentas y muchas ramificaciones. Hubo un después, con
líneas apenas perceptibles, aisladas, pero extensas. La línea del corazón ahí
desaparece. Lo demás es un espacio en blanco donde el destino se evitó la
molestia de preparar una urdimbre para mí.
Y
aquí estoy, sentada al borde de la locura, con la experiencia de ser
sobreviviente cuando carezco de voluntad para vivir y para existir. Desde
entonces he sido una especie de sombra que ocupa un espacio y un tiempo en este
mundo, recluida en mis lagunas mentales porque la realidad me altera.
Uno
debería ser dueño de su propio destino, aunque siempre existen factores
externos que nos moldean a su antojo. Somos títeres de algo más grande que
juega con nosotros y luego se olvida, dejándonos a la deriva, y al cabo del
tiempo vuelve a tomar los hilos y nos conduce a experiencias cada vez más
abyectas.
Nuestra
vida es un juego para alguien más.
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