28 de enero de 2019

28. El renacimiento


Soy de la idea de que vivimos en ciclos de siete años en patrones similares, pero bajo circunstancias diferentes. Siete años con etapas graduales que nos conducen por experiencias disímiles o complementarias, de las que podemos aprender o simplemente repetir una y otra vez en cada ciclo hasta abrir los ojos. Cuando se toca fondo, son dos las alternativas más frecuentes: abandonar la existencia sumidos en el pozo o buscar el renacer como una metamorfosis.

         Hay quienes vinculan el renacimiento más con una batalla ganada contra la oscuridad, el acercamiento hacia una luz que nos aguarda en el orden de todas las cosas, la esperanza de que ante tanta adversidad llegarán tiempos mejores, porque “Dios aprieta, pero no ahorca”. La verdad es que Dios aprieta y también ahorca. Somos títeres en el gran juego de la vida, una simulación donde solo hay un ganador y no es precisamente el jugador.
         Uno puede pasar por mil y un experiencias que nos atormentan, que amenazan nuestra esperanza, nuestra voluntad de vivir y existir (para quienes nacieron con ambas). Uno puede perderse en las fauces del caos en la búsqueda del sí mismo. Son experiencias que, ya lo he dicho, te curten con huellas de batalla, huellas que se manifiestan como una crisálida primitiva en la que hemos de madurar el espíritu para luego transformarlo en algo más.
         Esa transformación, acostumbrados a aspirar a la belleza de las cosas (cualquier cosa que podamos entender por “belleza”), nos haría pensar en una oruga un poco tosca que, encerrada en su crisálida, al cabo del tiempo se abre al mundo en una explosión de colores que inspirarían lo mejor de la vida para un nuevo comienzo. Un renacimiento en el que jugamos a ser alquimistas con las experiencias que nos han curtido para mutarlas en algo más.
         Quisiera pensar que este renacimiento tan colorido y lleno de esperanza viene con cada ciclo de siete años. En cada ciclo me envuelvo en esa crisálida de amargura, rencor y odio a mí misma. Ahogo las palabras y las memorias en alcohol porque las experiencias vividas son terribles cuando tu condena es la profecía, sin voluntad para vivir, sin voluntad para existir.
         He mutado en muchos rostros, en varios nombres hoy perdidos en las páginas de algún borrador que quizá no vea la luz. Me dejo la piel-crisálida y transformo este recipiente llamado cuerpo en una nueva experiencia abierta a la luz de la vida. Renacer a la existencia cuando se huye de ella es más una condena que una promesa de esperanza.
         Alguna vez, en mi primer ciclo, este cuerpo lució unas alas multicolor que invocaban la inspiración en otros ojos. Esas alas se marchitaron con el tiempo, me dejé secar, me hundí en la decadencia, en el escombro de la vida, ahí donde la memoria suplica misericordia.
         Al final no era mariposa, sino polilla. Abrí mis alas a la crueldad de la existencia.

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