Soy de la idea de que vivimos en
ciclos de siete años en patrones similares, pero bajo circunstancias
diferentes. Siete años con etapas graduales que nos conducen por experiencias
disímiles o complementarias, de las que podemos aprender o simplemente repetir
una y otra vez en cada ciclo hasta abrir los ojos. Cuando se toca fondo, son
dos las alternativas más frecuentes: abandonar la existencia sumidos en el pozo
o buscar el renacer como una metamorfosis.
Hay
quienes vinculan el renacimiento más con una batalla ganada contra la
oscuridad, el acercamiento hacia una luz que nos aguarda en el orden de todas
las cosas, la esperanza de que ante tanta adversidad llegarán tiempos mejores,
porque “Dios aprieta, pero no ahorca”. La verdad es que Dios aprieta y también
ahorca. Somos títeres en el gran juego de la vida, una simulación donde solo
hay un ganador y no es precisamente el jugador.
Uno
puede pasar por mil y un experiencias que nos atormentan, que amenazan nuestra
esperanza, nuestra voluntad de vivir y existir (para quienes nacieron con
ambas). Uno puede perderse en las fauces del caos en la búsqueda del sí mismo.
Son experiencias que, ya lo he dicho, te curten con huellas de batalla, huellas
que se manifiestan como una crisálida primitiva en la que hemos de madurar el
espíritu para luego transformarlo en algo más.
Esa
transformación, acostumbrados a aspirar a la belleza de las cosas (cualquier
cosa que podamos entender por “belleza”), nos haría pensar en una oruga un poco
tosca que, encerrada en su crisálida, al cabo del tiempo se abre al mundo en
una explosión de colores que inspirarían lo mejor de la vida para un nuevo
comienzo. Un renacimiento en el que jugamos a ser alquimistas con las
experiencias que nos han curtido para mutarlas en algo más.
Quisiera
pensar que este renacimiento tan colorido y lleno de esperanza viene con cada
ciclo de siete años. En cada ciclo me envuelvo en esa crisálida de amargura,
rencor y odio a mí misma. Ahogo las palabras y las memorias en alcohol porque
las experiencias vividas son terribles cuando tu condena es la profecía, sin
voluntad para vivir, sin voluntad para existir.
He
mutado en muchos rostros, en varios nombres hoy perdidos en las páginas de
algún borrador que quizá no vea la luz. Me dejo la piel-crisálida y transformo
este recipiente llamado cuerpo en una nueva experiencia abierta a la luz de la
vida. Renacer a la existencia cuando se huye de ella es más una condena que una
promesa de esperanza.
Alguna
vez, en mi primer ciclo, este cuerpo lució unas alas multicolor que invocaban
la inspiración en otros ojos. Esas alas se marchitaron con el tiempo, me dejé
secar, me hundí en la decadencia, en el escombro de la vida, ahí donde la
memoria suplica misericordia.
Al
final no era mariposa, sino polilla. Abrí mis alas a la crueldad de la
existencia.
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