30 de enero de 2019

29. El nombre


Decía H.P. Lovecraft que uno de los orígenes del terror cósmico radica en el miedo a lo desconocido. Esta afirmación encierra una verdad primitiva, en un tiempo en el que el instinto estaba aún por encima de la razón y las palabras apenas eran fonemas que comenzaban su lógica de comunicación. Nombrar la cosa, entonces, se volvió un emblema del raciocinio humano, tal como Dios dio nombre a toda su creación, según las Sagradas Escrituras, a través de Adán.

         Mediante las palabras hemos podido dar un orden y una lógica a este mundo en el que vivimos. Nombrar las cosas nos da un poco de certeza sobre su existencia y el vínculo que guardan con nuestro entorno. Así pues, lo no-nombrado deriva en terror ante la imposibilidad de aprehenderlo en los límites de nuestra comprensión.
         Bajo esta lógica, cada cosa debería tener un nombre y aquello que desconocíamos y se devela ante nuestros ojos recibe un nombre para someterlo a esos límites de la lógica humana. Pero en esta lista de nombres, solo el que se otorga a la humanidad tiene la característica de otorgar una individualidad a la persona. Su nombre forma parte de su identidad.
         Antes de Ofelia fui humo, niebla, sombra, Nada. Habité un espacio no nombrado, a pesar de la existencia. Estaba ahí sin poder manifestarme en un cuerpo-recipiente que contuviera mi esencia. La ausencia del hombre no determinaba mi existencia, pero sí generaba un temor ante el Yo desconocido.
         Vine al mundo sin voluntad para vivir y sin voluntad para existir, pero recibí un nombre, Ofelia, fonemas y grafías que me otorgaron una parte de esta identidad que aún arrastra el estigma de la esencia no nombrada por tanto tiempo. Causo temor y mi lógica de pensamiento a menudo ahuyenta a quien permanece en el estigma. Este nombre también es mi condena.
         Fui bautizada en la barra de una cantina por una mente que intenta negarse a sí misma. Soy fruto del drama (melodrama), como en las telenovelas, por eso llevo un nombre que remite a la tragedia vista y vivida por los ojos de una mujer. En teoría, debí ser la esencia femenina de esa mente que me dio un nombre, pero fui y he sido algo más complejo.
         Yo soy esto, aquí, debajo, lo que late entre los nervios que me cubren. Ni hombre ni mujer: quimera. Una creación sin rostro conocido. Más esencia que un nombre objetivado. Mi identidad se mueve en un espectro muy amplio, vaporosa, inasible, rasgos que me identifican y ahuyentan a quien no abre su mente al entendimiento de lo que no se ajusta a su lógica de pensamiento.
         Mi nombre, como el de muchos, está escrito sobre el agua. No espero la trascendencia a través del nombre; mi nombre trascenderá por mi existencia (o no-existencia). Porque al final de todo, mi propio nombre se volverá silencio.

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