Decía H.P. Lovecraft que uno de
los orígenes del terror cósmico radica en el miedo a lo desconocido. Esta
afirmación encierra una verdad primitiva, en un tiempo en el que el instinto
estaba aún por encima de la razón y las palabras apenas eran fonemas que
comenzaban su lógica de comunicación. Nombrar la cosa, entonces, se volvió un
emblema del raciocinio humano, tal como Dios dio nombre a toda su creación,
según las Sagradas Escrituras, a través de Adán.
Mediante
las palabras hemos podido dar un orden y una lógica a este mundo en el que
vivimos. Nombrar las cosas nos da un poco de certeza sobre su existencia y el
vínculo que guardan con nuestro entorno. Así pues, lo no-nombrado deriva en
terror ante la imposibilidad de aprehenderlo en los límites de nuestra
comprensión.
Bajo
esta lógica, cada cosa debería tener un nombre y aquello que desconocíamos y se
devela ante nuestros ojos recibe un nombre para someterlo a esos límites de la
lógica humana. Pero en esta lista de nombres, solo el que se otorga a la
humanidad tiene la característica de otorgar una individualidad a la persona.
Su nombre forma parte de su identidad.
Antes
de Ofelia fui humo, niebla, sombra, Nada. Habité un espacio no nombrado, a
pesar de la existencia. Estaba ahí sin poder manifestarme en un
cuerpo-recipiente que contuviera mi esencia. La ausencia del hombre no
determinaba mi existencia, pero sí generaba un temor ante el Yo desconocido.
Vine
al mundo sin voluntad para vivir y sin voluntad para existir, pero recibí un
nombre, Ofelia, fonemas y grafías que me otorgaron una parte de esta identidad
que aún arrastra el estigma de la esencia no nombrada por tanto tiempo. Causo
temor y mi lógica de pensamiento a menudo ahuyenta a quien permanece en el
estigma. Este nombre también es mi condena.
Fui
bautizada en la barra de una cantina por una mente que intenta negarse a sí
misma. Soy fruto del drama (melodrama), como en las telenovelas, por eso llevo
un nombre que remite a la tragedia vista y vivida por los ojos de una mujer. En
teoría, debí ser la esencia femenina de esa mente que me dio un nombre, pero
fui y he sido algo más complejo.
Yo
soy esto, aquí, debajo, lo que late entre los nervios que me cubren. Ni hombre
ni mujer: quimera. Una creación sin rostro conocido. Más esencia que un nombre
objetivado. Mi identidad se mueve en un espectro muy amplio, vaporosa,
inasible, rasgos que me identifican y ahuyentan a quien no abre su mente al
entendimiento de lo que no se ajusta a su lógica de pensamiento.
Mi
nombre, como el de muchos, está escrito sobre el agua. No espero la
trascendencia a través del nombre; mi nombre trascenderá por mi existencia (o
no-existencia). Porque al final de todo, mi propio nombre se volverá silencio.
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