Vivir también es un acto de fe
cuando no existen expectativas. Es andar a ciegas, en la incertidumbre, con
paso azaroso porque se desconoce el destino. No pocas personas se entregan a la
vida en un acto de fe que encierra en sí misma la esperanza en algo que
explique (justifique) su existencia. Expectativas. Y en el camino buscan las
grandes respuestas para justificarse ante las pequeñas preguntas.
A
menudo me resulta chocante esa postura, pero soy una Casandra anunciando la
caída de Troya. Mi condena es ver todos los escenarios posibles y prever lo que
ocurrirá, aunque mi lógica de pensamiento es tan abyecta que muy pocos son
capaces de entender y ponerse en mis zapatos no les dará mis ojos para ver las
cosas desde mi perspectiva.
La
mayoría prefiere su zona de confort y no analizar su entorno porque eso
implicaría un conflicto con la fe que les mantiene en vida. La existencia, bajo
esas circunstancias, me parece una falsa burbuja que se niega a ver más allá,
en el entorno inmediato que no entra en su burbuja. Están tan inmersos en las
grandes aspiraciones que se olvidan de aprender a gatear antes de correr.
Tantas
religiones se han construido al paso de los siglos (¿milenios?) y todas parten
de dar una justificación a la existencia. Es otorgar un valor de trascendencia
a las pequeñas cosas del día a día, en lugar de otorgar el valor en su justa
medida a esa cotidianidad. Bajo esa lógica, que me perdone el infinito por
tener los días contados.
No
pretendo que alguien siga mis pasos. Este es mi credo y verdad. Seguiré siendo
Casandra hablando de otros mundos que no entran en los límites del
entendimiento ajeno. Se ha dicho que cada cabeza es un mundo. Mi cabeza es un
hoyo negro, pero nadie experimenta en cabeza ajena.
El
don de la profecía no es más que advertir las señales del día a día para prever
cada paso. Fútil será pensar que la profecía se trata de las grandes respuestas
a las pequeñas preguntas. En tal caso, “que me perdone el árbol por la pata de
la mesa”, como escribía Wislawa Szymborska.
La
vida es la existencia voluntaria, un tejido artesanal olvidado en los pliegues
de una tela producida en masa. Es la incongruencia de pensar en la
individualidad cuando esta se perdió en esa producción en serie que ha
caracterizado a la modernidad.
El
éxito de nuestra realidad es la ficción de una individualidad cuando subyace
una verdad aterradora: la pérdida de la personalidad. No, la gente (ya) no es
“única y especial”. La felicidad no está en la producción en masa.
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