15 de enero de 2019

15. La oquedad


En el entramado de la vida hay ciertos puntos en los que tenemos la sensación de cargar con demasiadas cosas, más de las que podemos sobrellevar, y con frecuencia nos es difícil explicar en palabras lo que ocurre dentro. Con el perdón de los literatos contemporáneos, pero al estar bajo esas circunstancias resulta complicado describir nuestro estado sin recurrir a la adjetivación. Uno puede preguntar “¿qué se siente?” y responder en su lugar a “¿cómo se siente?”.

         Hace tiempo comencé a creer que la vida se manifiesta en ciclos de siete años y en cada ciclo uno se transforma al pasar por diferentes etapas, como las orugas que devienen mariposas, aunque en mi caso vine al mundo en las alas de la polilla. En estos ciclos siempre habrá ese punto al que me he referido y normalmente se presenta en un lapso muy cercano al clímax.
         Como en la narrativa, en un mismo ciclo puede haber varios clímax; por ende, también es posible experimentar en diversos momentos esa sensación de cargar con demasiadas cosas, como una especie de prueba que nos reta a continuar en el caos de la vida o tirar la toalla. Cada ciclo puede ser el mismo, nosotros somos quienes vivimos bajo diferentes circunstancias.
         Por eso tenemos la sensación de que las pruebas de la vida son cada vez más duras de afrontar y, sin embargo, son las mismas pruebas que se manifiestan desde el momento de venir al mundo y hasta la hora del ocaso. La cuestión es que en cada prueba nosotros nos encontramos en un estado diferente. De ahí la idea de que la vida se repite y camina sobre sus propios pasos una y otra vez.
         Pero volvamos al instante en que sentimos que cargamos demasiado. Con frecuencia arrastramos en el camino pequeñas cosas del día a día que vuelven más pesado el viaje. Y entre más elaborado el entramado de la vida, mayor es la carga que nos atormenta. El principal consejo de quienes cobran por mostrarte frente al espejo es aprender a soltar las cargas que no nos corresponden. Yo difiero.
         En mi locura, ando por la vida con las manos vacías, únicamente con la carga de mi pensamiento. Es una sensación de oquedad que me recorre y me permite escuchar qué ocurre dentro. Por eso muchos creen que estoy ausente, pero en el fondo escucho el entorno y la oquedad que me habita. Ambas realidades a menudo no se corresponden, se repelen mutuamente, con frecuencia entran en conflicto, pero el silencio es sabio y al final te permite el entendimiento.
         Sentada en la mesa de aquel bar donde conocí el amor, no me arrepiento de lo ocurrido (y lo no vivido). Cruzar la urdimbre con tejidos ajenos también implica asumir una carga que no nos pertenece. Hay quienes dicen tener la voluntad, la fuerza y las resistencia para hacerlo. En mi caso, depositar una carga en mis manos es correr el riesgo de aventarla en el camino.

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