La sola palabra nos lleva a
pensar en lo inmediato en una agresión de carácter físico. Un rostro con
indicios, impresa una paleta de colores en rojo, púrpura, morado, naranja,
ocre. Curioso que el rostro en el que pensamos varía en sus detalles de acuerdo
a nuestra propia circunstancia. Y, sin embargo, sigue siendo el referente más
inmediato que tenemos sobre la palabra “violencia”.
Decía
Virginia Woolf en uno de sus tantos ensayos que la violencia existe porque la
humanidad escucha demasiado tiempo sus latidos, en un ritmo primitivo, salvaje,
instintivo. Una violencia que cedería de escuchar en las calles sonidos
armónicos que nos llevaran a cierto compás y, de manera inconsciente, nos
condujeran a relaciones menos agresivas y más pacíficas.
En
parte tenía razón. La violencia es una de tantas manifestaciones del caos en
nuestro entorno. Es un ritmo que rompe con la aparente estabilidad y armonía
que refleja el orden y nos llena de impulsos vinculados con aquellos apetitos
(pasiones, motivaciones, deseos, pulsaciones) que yacen en el subconsciente. La
violencia es reflejo de eso que reprimimos y que no hemos podido entender,
asimilar y trascender.
Sin
embargo, olvidamos que la violencia no es una sola, sino que existen múltiples
formas, cada una bajo una dinámica propia, pero no por ello menos graves. Vivir
en un entorno violento, a la larga, puede conducir a la pérdida de sí mismo,
pero solo con la violencia psicológica el individuo llega a perder su humanidad
y esta pérdida se expresa en varias formas.
Si
mis lectores pudieran verme físicamente y franquear esta barrera de ficción,
apreciarían en mis brazos las secuelas de una violencia mental en la que he
vivido sumergida el tiempo suficiente para estar muerta. Cuando alguien quería
ahondar en mis pensamientos, en mis emociones, en mi vida, mi respuesta siempre
fue: “me querrás con cicatrices porque antes de ti hubo una historia y ni tú ni
yo borraremos lo que he sido”.
La
violencia deja huellas y es en vano el intento por borrarlas. Esas huellas nos
permiten recordar que la vida duele y que la ausencia de dolor es carencia de
aprendizaje. Algunos asimilan esta violencia de una manera autodestructiva,
como es mi caso, como es el caso de Ana y los hijos de Ana. Es una violencia
que horada el pensamiento y corroe la propia identidad para convertirnos en
poco menos que un despojo.
La
vida en la violencia puede matar de muchas formas, todas inmersas en relaciones
de poder que pueden prolongar (o no) el momento de la muerte. Cuando se es
víctima de una violencia psicológica, la muerte espiritual y mental puede
ocurrir mucho antes que la muerte del cuerpo. Las huellas permanecen ancladas
en la mirada.
La
clave siempre está en los ojos.
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