La alarma del despertador ha
sonado a la cinco de la mañana. Durante dos horas permanecí en cama mirando al
techo, con el ansia de encontrar el silencio que me permitiera escuchar lo que
ocurre aquí dentro. Fueron dos horas de sonidos cotidianos: los vehículos en
marcha sobre el bulevar, el paso del tren a unos kilómetros de aquí, la brisa
matutina, los pepenadores que revolvían las bolsas de basura, las
notificaciones en el celular, incluso la fricción apenas perceptible entre las
cobijas que me cubrían.
Pero
el ansiado silencio jamás llegó. Mi mente se trasladó a cientos de imágenes
vividas y otras más imaginarias carentes de alguna conexión, aunque
inquietantes, generando un estrés innecesario. Buscaba el silencio para
encontrarme, le invoqué de todas las formas que conozco, aguardé con paciencia
su manifestación y, sin embargo, el silencio nunca llegó.
Es
curioso cómo el mundo se empeña en huir de su propio silencio, incluso ha
puesto la tecnología al servicio de las masas para evadirse y escapar de su
silencio. La vida escuchando la violencia de nuestros latidos parece
insoportable, aunque es el más primitivo de los sonidos que existen en el mundo
desde que es Mundo. Triste realidad nos espera si llegamos a desconocer el
silencio.
Cuando
nos traen a la vida, el primer sonido es el de un monitor que da cuenta de los
signos vitales de alguna persona en una sala de hospital. Al morir, el mismo
sonido interpreta la misma sinfonía hasta que una nota artificial se prolonga
lo suficiente para escribir en una tabla la hora del deceso. Entre un punto y
otro pueden transcurrir años o tan solo unos instantes, pero la vida es un
ruido constante que nos impide escuchar lo que el alma tiene que decir.
Y
aquí me hundo, en la caricia de la cama, ansiando ese momento de silencio que
me permita escuchar lo que ocurre dentro porque el mundo se ha vuelto un ruido
insoportable. Quizá por eso no he podido mantener a raya mi alcoholismo. El
alcohol te nubla los sentidos hasta un grado cercano a ese silencio tan
ansiado, la mente en blanco (solo un instante) y, después, nada. El eco de esa
voz que te penetra las venas y que difícilmente se deja escuchar.
Esta
mañana, mientras contemplaba el techo y sus múltiples formas proyectadas, me
repetí minuto a minuto: “hoy no voy a morir”. Un acto de fe que carece de
certeza porque la vida puede concluir en cualquier instante sin aviso previo.
¿Será que la muerte es un silencio que se prolonga?
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