Ya he dicho que mi condena es ser
profeta para oídos sordos, una especie de Casandra que puede ver todos los
escenarios posibles y, sin embargo, tales escenarios aún conservan un punto
ciego que escapan de la mejor planeación. Unos le llaman azar. Yo lo considero
como lo imprevisible, las variables que no entran en los múltiples escenarios
que se pueden prever.
Aunque
el mundo, este mundo al que nos trajeron a vivir, en teoría está regido por
leyes matemáticas que (también en teoría) dan cuenta de un aparente orden, ni
Marie Kondo puede prever la existencia del caos cuando se manifiesta sin razón
aparente. En el fondo, caos y orden conviven bajo reglas que escapan a nuestro
entendimiento como humanidad.
Ese
punto ciego, lo imprevisible, lo azaroso, siempre he creído que llega a
nuestras vidas en los momentos en que nos encontramos concentrados en una meta,
como aquel corredor que está cerca de la meta y, de pronto, algún espectador
arroja algo (una botella, un objeto, algún obstáculo o distracción) para
introducir ese desequilibrio necesario para mantenernos alerta a las señales de
la vida.
Curiosamente,
aquellas personas en quienes la improvisación es innata viven en ese punto
intermedio entre el orden y el caos que les permite mayor capacidad de reacción
ante lo imprevisible, habilidad que en este mundo moderno pocos se han
preocupado por cultivar. Incluso hay profesionales que se especializan en
planeación y tienen grandes momentos de caos que desequilibran el orden
proyectado.
En
los años que tengo de vida (bastantes, más de los que mis lectores puedan
imaginar), me he enfrentado a esos profetas del orden y la planeación.
Podríamos imaginar incluso un estereotipo de ese tipo de personas, pero no es
la finalidad de estas líneas (aunque en realidad no sé para qué escribo estas
líneas).
Cada
vez que conozco a un especialista en planeación, me río por dentro hasta
ahogarme en la locura de mis pensamientos. Decía un conocido que lo planeado
siempre sale mal, aunque tengo la impresión de que lo que quería decir es que las
mejores cosas de la vida son aquellas que no se planean.
Pensemos
por un momento en nuestra idea de felicidad (impuesta) y los momentos de
felicidad que hemos disfrutado (porque he de reconocer que he tenido momentos
de felicidad, a pesar de mi negatividad y mi amargura). ¿Son momentos planeados
o han sido producto del chispazo de la vida que no avisa en qué instante
presionará el click de la cámara para retratar ese segundo (o partícula de
segundo) en el que esa sensación nos recorre el cuerpo?
Esos
momentos escapan a cualquier planeación, a cualquier escenario previsible. Son
el punto ciego de la vida y nos reserva experiencias de todo tipo. Pero habla
la locura y yo me hundo en mi silencio.
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