Dicen que al morir uno ve su vida
pasar en tan solo unos segundos. Imagino que al nacer uno se encuentra en la
azotea de un edificio ficticio y sostiene con la punta de los dedos un estambre
que se extiende del techo al piso.
La
memoria se forma cuando vamos juntando ese estambre en una “madeja de vida”. Al
acabarse el estambre tenemos entre las manos una esfera amorfa. Lo que vemos en
el instante de la muerte es esa “madeja de vida” abandonar nuestras manos para
caer hasta su sitio original.
Algunos
hablan de una especie de “memoria selectiva” y aspiran a conservar en esa
madeja de vida los recuerdos más gratos. Sin embargo, hay quienes reunimos la
parte negativa de nuestra propia historia porque somos incapaces de atraer
memorias gratas. En última instancia, la madeja de vida puede morir con
nosotros o, en su defecto, ahogarla en alcohol para prenderle fuego.
Ese
es mi caso. Con mis manos voy reuniendo memorias que parecen no tener conexión,
pero que en conjunto generan una sensación de incomodidad y cada cierto tiempo
ahogo esa madeja en alcohol para prenderle fuego “cuando suceda lo que ha de
suceder, cuando suceda”, como escribía Wislawa Szymborska.
Mi
vida puede ser un entramado difícil de entender, pero es mío, artesanal,
propio, con puntos sueltos y dejados al azar. Esa podría ser mi felicidad: la
búsqueda de un instante con el deseo de prolongarlo. Unos le llaman memoria,
pero mi memoria no funciona correctamente. Retiene las cosas que uno esperaría
olvidar. ¿Con qué nos quedamos de la vida?
Aquí
en mis manos conservo pequeños fragmentos de una vida que se ha quebrado
demasiado y, aun así, resiste al aferrarse a la memoria, aunque se trate de
recuerdos aislados que no traigan consigo la promesa de una esperanza.
Finalmente la memoria que depositamos en “los otros” morirá al cabo del tiempo
una vez que hayamos partido.
A
menudo me pregunto qué recuerdo mío se ha sembrado en la memoria de “los
otros”, esa memoria que dará un calificativo a nuestra historia personal y pondrá
palabras ajenas en nuestra boca, pues por mucho empeño que pongamos en
construir un recuerdo de nosotros, el juicio final no estará en las páginas de
un libro divino, sino en el relato de la historia de nuestro tiempo y esa
historia la escribirán aquellos que nos sobrevivan.
Pero
no tengo interés en sobrevivir con la memoria, por eso ahogo los recuerdos en
alcohol. Aspiro a ser humo, niebla, sombra, nada.
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