Hay estados de la mente que aún
no somos capaces de entender ni asimilar. Eso que desconocemos, curiosamente,
nos genera temor, como si fuera una densa nube que nos envolviera y amenazara
con arrebatarnos la luz. Pocas veces pensamos en aquellas mentes que viven
dentro de esa nube, incapaces de ver la luz en la que habitamos.
Por
mucho tiempo la locura vagó por las calles, marginada, vapuleada, odiada y
rechazada por la superioridad moral de quien alardeaba de gozar de lucidez
mental (hasta la fecha encontramos personajes así en la cotidianidad), incluso
durante un periodo oscuro de la historia diversas religiones construyeron
grandes prejuicios en torno a la locura, prejuicios que cobraron miles (quizá
millones) de vidas por el temor a entender.
Aunque
la ignorancia prevalece hasta nuestros días, fue hasta el siglo XIX que se
erigieron algunos centros para dar atención a esas mentes incomprendidas, en un
principio con métodos poco ortodoxos de tratamiento en pos de la ciencia y su
interés por analizar y tratar de comprender la densa nube en la que vivían
rodeadas esas mentes.
Muchas
historias de terror se han contado en torno a estos lugares que llegaron a ser
llamados “sanatorios”, como si la mente estuviera enferma y requiriera sanar. Si
los espíritus de los pacientes (o internos) han permanecido anclados a esos
espacios, intuyo que las paredes hablarían del dolor que les habita.
Ha
pasado el tiempo y esos lugares aún sobreviven, se han multiplicado, ahora con
el nombre de “hospital psiquiátrico” o tal vez “centro de salud mental”, y
aunque se han abandonado prácticas inhumanas como la lobotomía o la terapia de
electrocución, el dolor se mantiene en dichos espacios y se cuelga de las
paredes sin poder trascender.
A
veces me pregunto si la locura es más feliz vagabundeando por las calles,
ignorante de su entorno, aún condenada al prejuicio, pero libre, en lugar de
vivir el dolor cada día, a todas horas, en todos los rincones de su encierro.
Un sanatorio, finalmente, es una cárcel para las mentes que no se ajustan a las
leyes de la lógica y la civilidad que se les imponen.
Cualquier
estado mental merece libertad, no una reclusión con la condena de vivir el
dolor hasta el final de sus días.
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