Viví lo que pude soportar,
ahogada en la locura de mi propio
pensamiento,
con voluntad,
con
entereza,
con la promesa de aguantar un
nuevo día.
Nací del barro
y, como el barro, me quebranto
-herida-
por los golpes de la vida
-austera,
recluida
en la ignorancia,
prisionera
del destino-.
Tuve fe mucho antes de creer:
tenía
el alba,
la
lluvia en mis sentidos,
una
noche bordada de esmeraldas.
¡Qué silencio me invadía en la
contempla!
No busqué la belleza en otro
rostro
ni en las formas creadas por el
hombre;
me vi absorta en la silueta de
los cerros,
recorriendo senderos milenarios
trotamundos,
cabalgante en un bosque de
añoranzas.
Perseguí una estrella al
horizonte
errabunta,
navería,
trotagante,
con el mundo metido entre las
cejas.
Yací plácida en el sueño de la
espuma,
en un lecho cavado con mis manos,
-la
roca blanca,
la
dura sombra-
los ojos abiertos a la gracia.
Y aquí me hundo,
ahora,
en
el segundo,
absorta en la desnuda cama,
hoy que tejo el remate de la vida
suficiente para prolongar el
alba.
Hoy no queda más camino.
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