Qué curioso que una diminuta
pieza de azúcar multicolor despierte tanta satisfacción al momento de probarla,
pero más desde el momento en que cautiva nuestra vista en una vitrina o
aparador, y aún más cuando vemos el proceso de elaboración de manera
tradicional.
De
entre todas las variedades, hay unos caramelos que son mi fascinación. Sabor
limón, vendidos de manera individual en envolturas color naranja y blanco con
letras verdes, son de caramelo macizo en un blanco verdoso y un interior ácido,
semejante a una mezcla entre azúcar glas y algunas gotas de limón.
Yo
era muy pequeña cuando probé esos caramelos por primera vez. Rebeca los
guardaba en la alacena, en un frasco de cerámica decorada a mano en Holanda
(nunca olvidaré esa combinación de fondo blanco y dibujos en azul rey). En esa
ocasión yo había cumplido una promesa y Rebeca me recompensó con uno de esos
caramelos.
Desde
entonces he probado otros confites, pero ese especialmente se ha quedado
grabado en mi memoria y de cuando en cuando me doy el gusto de saborear un
caramelo de limón. Ahora ya es muy difícil encontrarlos a la venta, solo en la
única dulcería tradicional que aún sobrevive en esta pequeña ciudad en la que
habito.
“La
Esperanza” tiene casi cien años de existencia. Fue fundada por migrantes sirios
que huyeron de un régimen fascista y de la guerra que se veía venir. En los
sótanos (esta ciudad tiene casi quinientos años de haber sido fundada y en sus
entrañas, debajo de las calles, hay muchos secretos) tenían la fábrica que
siempre destilaba un aroma dulzón mientras las calderas estaban encendidas.
Al
pie de calle, una enorme vitrina mostraba a los transeúntes las diversas
creaciones de “La Esperanza” y al ingresar, una segunda vitrina horizontal, aún
más grande que la exhibida en la ventana, contenía pequeños cajones con todos
esos caramelos que eran la delicia de chicos y grandes.
Yo
ya estaba en la madurez cuando entré por primera vez a ese pequeño local que no
mediría más de doce metros cuadrados. Después de muchos años de avatares, ahí
encontré nuevamente los caramelos de limón que me hicieron feliz durante algún
tiempo en mi infancia. Fue tanta la nostalgia que al probar la primera pieza,
me solté a llorar como Magdalena (casi nunca he llorado en mi vida) y sonreía a
pesar del llanto, porque por un momento, un instante igual de efímero, había
vuelto a experimentar la felicidad.
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