14 de noviembre de 2019

275. La perdición


¿Creer que hay una brújula para orientarnos por la vida? Le llamaría fe, pero la fe es ciega y en el camino uno puede toparse con sendos abismos insondables que cierran el paso a cualquier avance. Caminar a ciegas, ¿a dónde nos conduce realmente por fe?

         Si hubiera vivido en el siglo XVII, hoy estaría ardiendo en una pira, condenada por brujería, por atreverme a decir lo que muchos tienen atorado en la garganta. No será una verdad, pero al menos es una perspectiva diferente al dogma.
         La fe, en cierto modo, bloquea el desarrollo del instinto y la vida es más instinto que incredulidad (o la credulidad frente a la ficción). ¿Cómo he sobrevivido a pesar de mí? No ha sido la fe: es una fuerza ajena a mí, porque durante muchos años he intentado desaparecer a pesar de mí.
         Décadas han pasado renunciando a la vida y la existencia. Mi condena es mi perdición. Condenada a vivir a pesar de mí, desde antes de venir al mundo, y me río de quienes afirman que la vida es un propósito que hay que descubrir.
         La vida es un otoño permanente desde antes de venir al mundo. Quien piense que florecer es permanecer en flor por la eternidad, necesita abrir sus ojos y cortar el velo que le ciega. La vida es un suspiro que no llega a consumarse. Así de breve y prolongada, así de profunda y superficial.
         Y aunque a menudo la vida parezca un laberinto, una perdición, un punto donde no existe la brújula mágica que nos indique cuál es el siguiente paso, el instinto es tan sabio por naturaleza que dirá que aquí va el izquiero y allá va el derecho y si continuamos con esos pasos llegaremos a X punto.
         La vida pasa, permanece, y hasta que sucede lo que ha de suceder, hasta que suceda, uno mismo entiende que la perdición es el silencio de uno mismo. Esa es mi condena. A mi muerte, nadie recordará mi nombre, no habrá lápida que esculpa la grafía de lo que hoy escribe.

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