16 de noviembre de 2019

291. La huerta


Hará cinco décadas que cambié de horizontes (y de continente) y hasta podría decir que comencé una nueva vida (más bien, una nueva aventura sobre el hecho de estar viva) y aquellos tiempos marcaron mucho de lo que hoy soy.

         Llegué a la costa un dieciocho de octubre. Ya era pasado el mediodía y la humedad y el calor del Caribe me dieron de golpe sobre el rostro, con un sol intenso que caía a plomo sobre el cuerpo y el salobre aroma de la espuma de mar penetrando los sentidos. Había transcurrido un mes en altamar y por fin había llegado a pisar tierra firme (qué expresión tan curiosa para un planeta que se mantiene en movimiento).
         Llegué, pues, y mi espíritu de aventura no se detuvo. Crucé de extremo a extremo la tierra a la que había llegado para conocer de océano a océano lo que abarcaba el mundo y en una de mis tantas escalas permanecí una temporada en una región cercana a la costa, del otro extremo de la tierra a la que había llegado.
         Como el dinero no cae de los árboles, trabajé varios meses en los cultivos de grandes empresarios cuyo imperio hoy ha desaparecido por tomar una mala decisión tras otra. Y entre esos campos de cultivo aprendí bastantes cosas durante mi estancia en un huerto al que llamaban “Las delicias”.
         Se cumplía casi un año de que había desembarcado en esas tierras. Era un verano más cálido de lo que había vivido en las costas del mediterráneo, aunque con mayor humedad (de esa sensación tropical que te llega a sofocar). Muchos jornaleros nos apostábamos desde el amanecer hasta cerca del ocaso en esas huertas, en las hileras de frutales que derramaban su miel, para coger el fruto aún con destellos de verdor para colocarlos en rejas que serían trasladadas a los grandes mercados del país para su comercialización.
         Sandías, melones, mangos, naranjas, mandarinas, plátanos, duraznos, manzanas, peras, guayabas, una enorme lista de frutas que se apostaban ante nuestros ojos para mostrarnos la riqueza de la tierra (de la madre naturaleza) y nos tentaban con sus mieles que se derramaban al calor del verano.
         Fue ese verano que conocí el sabor de unos labios de naranja y los ojos de zarzamora que atrapaban la miseria de mis ojos. Y en el seno de mi cuerpo guardaré por siempre el sabor de la pulpa derramando mieles en aquel huerto, “Las delicias”, en manjares que nunca más llegué a probar.

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