Aunque maquillarse implica todo
un arte de transformación, la peluca es la forma más sencilla para hacer un
cambio de apariencia y convertirnos en otra persona, insisto, al menos en
apariencia. La peluca es esa herramienta que nos permite “ser otro” o “ser sí
mismo” (según el caso).
Aún
recuerdo esa época de finales de 1960 y principios de 1970 cuando el uso de
pelucas fue generalizado, una moda principalmente entre las mujeres, con
diferentes estilos, cortes, peinados y colores que nos permitían jugar con la
apariencia y divertirnos.
Muchas
deseábamos lucir como Audrey Hepburn o Sofía Loren y añadíamos a nuestra
transformación un par de pestañas postizas que realzaran nuestra mirada,
apariencia que se veía reforzada aún más con el artificio del maquillaje y un
largo delineado en el contorno de los ojos (algunos casos me recordaban a la
Cleopatra interpretada por Elizabeth Taylor).
Pero
el uso de pelucas para cambiar la apariencia tiene un origen mucho más antiguo,
incluso en las civilizaciones más añejas ya se han encontrado vestigios de este
tipo de artículos, muchos con cabellos trenzados sobre una base entretejida y
que solo era empleada por determinadas figuras (la mayoría femeninas).
En
cambio, siglos más tarde, este tipo de artículos comenzó a emplearse entre los
hombres. Recordemos todos aquellos retratos de las monarquías donde los varones
utilizaban pelucas con rizos abundantes, en colores castaño, negro o blanco, aunque
este color era más utilizado para denotar la más alta categoría y después
pasaría a generalizarse su uso en las cortes francesas con un crepé que daba
todavía más volumen a la cabeza (incluso en el caso de las mujeres).
Ya
en nuestros tiempos, las pelucas han sido menos recurrentes. Tenemos a nuestra
disposición otras herramientas como el uso de extensiones de cabello en
muchísimas tonalidades o incluso productos para hacer crecer nuevamente el
cabello ahí donde la calvicie asoma.
Sin
embargo, el uso de pelucas ha sido más frecuente en un grupo de mujeres que por
enfermedad han perdido su cabellera: el cáncer. Las radioterapias llegan a ser
tan agresivas que incluso cualquier tipo de vello desaparece (incluyendo cejas
y pestañas) y el uso de pelucas al menos permite mejorar el autoestima de quien
lleva este calvario.
Dos
veces en mi vida he usado pelucas. Ambas, para esconderme. No obstante,
prefiero mi cabellera natural, como María Félix, aunque hoy luce como un mar de
canas: una cabellera abundante en numerosas ondulaciones, con pequeñas trenzas
que terminan en plumas. Al final, cuando suceda lo que ha de suceder, en la
tumba reposarán mis cabellos junto a un cuerpo inanimado.
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