30 de noviembre de 2019

317. La pintura


El rojo bermellón se diluye en el aceite de trementina. Una gota escurre en la paleta cubierta de motas de color y se derrama en su delantal. El pincel del cuatro remueve las plastas en la masa de químicos. Gira una y otra vez hasta que la consistencia adquiere “el punto”. Con las gotas en el aire aún duda en el trazo de las flores, pero contacto con la manta y el fondo violeta, mantiene un pulso decidido y detalla las primeras formas del capullo.

         Mientras perfila una corola de motas marmoleadas es consciente de que los trazos permanecen en el encaje. El bastidor final debe resultar en una flor encarnada, viva, que casi reproduzca el aroma a partir de la evocación. No hay más límites para lograrlo que las dimensiones.
         Para trabajar con mayor comodidad ha preparado el caballete de manera que su espalda y el rostro no se cansen al dejar un paso de luz que se proyecte sobre la obra. Recuerda que ese elemento es primordial para conseguir un efecto más cercano a su deseo, sin embargo, piensa que quizá con la iluminación también pueda lograrlo.
         En el acto su boca se vuelca sobre la ansiedad. Se chupa los labios, muerde, inspira, remoja los labios y vuelve a chupar. No debe fumar, ni siquiera por antojo. Teme regresar, caer, arruinar el momento. Incluso es mejor una taza de café. Concentra sus ansias en el pétalo central que brota de la corola, emergiendo a la vida; retratar el acto de alumbrar a la naturaleza, no una forma explícita de la vida, solo el instante, la sensación del color al momento de nacer.
         Su necesidad de pintar le mueve a actos cotidianos para llenarlos de sí misma. En el frío de la casa extraña el sudor de su tierra. Toma un poco de blanco de zinc para matizar la inclinación del pétalo, una curva suave, femenina, mística. Desde cierto ángulo pareciera que la azalea cobra vida por instantes. Si tuviera ojos se encontrarían con el castaño profundo de su autora. Su manía de recordar el hubiera transforma en cristal su mirada. De ser así, los pétalos en el bastidor se hubieran cubierto de un fino rocío, pero el rojo le llama, le instiga, obliga a memorar el origen.
         La flor late en cada molécula del lienzo. En una mañana de invierno ha surgido la creación, el capullo de la mariposa cuya gestación aún no concluye ni parece dispuesta a continuar con la transformación. La flor se sabe más allá de lo mortal, que sus pétalos jamás llegarán a marchitarse ni a retornar como el ciclo de la vida. Ahí radica su fuerza, en el deseo de transitar por el mundo sin permanecer. Quizá lo eterno alguna vez soñó con ser perenne.
         La abertura se dispone como el sexo de la hembra. El pincel que se desliza sobre la manta le remite al toque de dedos sobre la espalda. En el fondo, el lenguaje del amor está en los colores, texturas, sensaciones. Ese código permite acceder a las memorias de forma especial, como vivir el pasado en los ojos del presente y de pronto despertar a una verdad que parece relativa. La azalea, aunque bella, no tendrá existencia propia mientras no haya otros ojos para contemplarla. Con el tiempo, morirá en silencio.

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