El rojo bermellón se diluye en el
aceite de trementina. Una gota escurre en la paleta cubierta de motas de color
y se derrama en su delantal. El pincel del cuatro remueve las plastas en la
masa de químicos. Gira una y otra vez hasta que la consistencia adquiere “el
punto”. Con las gotas en el aire aún duda en el trazo de las flores, pero
contacto con la manta y el fondo violeta, mantiene un pulso decidido y detalla
las primeras formas del capullo.
Mientras
perfila una corola de motas marmoleadas es consciente de que los trazos
permanecen en el encaje. El bastidor final debe resultar en una flor encarnada,
viva, que casi reproduzca el aroma a partir de la evocación. No hay más límites
para lograrlo que las dimensiones.
Para
trabajar con mayor comodidad ha preparado el caballete de manera que su espalda
y el rostro no se cansen al dejar un paso de luz que se proyecte sobre la obra.
Recuerda que ese elemento es primordial para conseguir un efecto más cercano a
su deseo, sin embargo, piensa que quizá con la iluminación también pueda
lograrlo.
En
el acto su boca se vuelca sobre la ansiedad. Se chupa los labios, muerde,
inspira, remoja los labios y vuelve a chupar. No debe fumar, ni siquiera por
antojo. Teme regresar, caer, arruinar el momento. Incluso es mejor una taza de
café. Concentra sus ansias en el pétalo central que brota de la corola,
emergiendo a la vida; retratar el acto de alumbrar a la naturaleza, no una
forma explícita de la vida, solo el instante, la sensación del color al momento
de nacer.
Su
necesidad de pintar le mueve a actos cotidianos para llenarlos de sí misma. En
el frío de la casa extraña el sudor de su tierra. Toma un poco de blanco de
zinc para matizar la inclinación del pétalo, una curva suave, femenina,
mística. Desde cierto ángulo pareciera que la azalea cobra vida por instantes.
Si tuviera ojos se encontrarían con el castaño profundo de su autora. Su manía
de recordar el hubiera transforma en cristal su mirada. De ser así, los pétalos
en el bastidor se hubieran cubierto de un fino rocío, pero el rojo le llama, le
instiga, obliga a memorar el origen.
La
flor late en cada molécula del lienzo. En una mañana de invierno ha surgido la
creación, el capullo de la mariposa cuya gestación aún no concluye ni parece
dispuesta a continuar con la transformación. La flor se sabe más allá de lo
mortal, que sus pétalos jamás llegarán a marchitarse ni a retornar como el
ciclo de la vida. Ahí radica su fuerza, en el deseo de transitar por el mundo
sin permanecer. Quizá lo eterno alguna vez soñó con ser perenne.
La
abertura se dispone como el sexo de la hembra. El pincel que se desliza sobre
la manta le remite al toque de dedos sobre la espalda. En el fondo, el lenguaje
del amor está en los colores, texturas, sensaciones. Ese código permite acceder
a las memorias de forma especial, como vivir el pasado en los ojos del presente
y de pronto despertar a una verdad que parece relativa. La azalea, aunque
bella, no tendrá existencia propia mientras no haya otros ojos para
contemplarla. Con el tiempo, morirá en silencio.
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