Similar a los títeres, una muñeca
es una representación (masculina) del ideal femenino y con frecuencia sirve a
un solo propósito: reforzar los estereotipos sobre la feminidad y el “ser
mujer”.
Desde
mi tierna infancia me negué a ser muñeca, un granero que dé vida a entes de
quienes desconozco su voluntad para venir a la vida y existir. ¿Por qué ser una
máquina de parto? Así me dije entonces y con el tiempo reafirmo mi postura: no
más piernas abiertas a la gracia. No más huesos ni piel ni ojos de barro. Una
vida es suficiente.
Artificial
o natural, el cabello de las muñecas puede lucir como una mujer después de una
guerra o recién salida de un salón de belleza e incluso haber sido desprendida
de la cabellera por una mano ajena (hombre o mujer) que buscara otros lindes
para la silueta entre sus manos.
Renuncié
a todo ello desde hace mucho tiempo, casi setenta calendarios y mantengo mi
postura, porque el “ser mujer” no puede encasillarse a la silueta de una muñeca
(mucho menos cuando esta responde a una pigmentocracia y goza de mayor
aceptación mientras más claro tenga el tono de piel).
La
muñeca esconde una vida propia, incluso como se retrata en algunas historias de
terror (recordemos “Anabelle” o “La muñeca de sal”), pero a través de las muñecas
(“muñecos”, porque también existen versiones en masculino) podemos conocer
ciertos detalles que se ocultan en el inconsciente, o al menos es lo que
sugieren cierta ramas de la psicología.
En
mi vida solo he tenido una muñeca, aunque mucho antes añoraba otra variedad
expuesta en una vitrina (y mucho más económica, hay que decirlo). La muñeca
expuesta en el aparador se trataba de lo más económico que uno podía encontrar
entre los cincuentas y los sesentas del siglo pasado. Vestida únicamente con
traje de baño, había montones de atuendos exhibidos tras el vidrio del aparador
que daban cuenta de todas las posibilidades que había para el divertimento con
un solo objeto de plástico.
Sin
embargo, y aunque era la muñeca más deseada por la mayoría de las niñas que había
en mi entorno, no fue la primera que llegó a mi vida, sino una mucho más
especial. Era más grande que la deseada, e incluso tenía movimiento en los
ojos, sus cabellos color miel, un suéter amarillo, al igual que su vestido y
delantal, coronados por una boina tejida y zapatitos en color blanco con la
hebilla en forma de girasol.
No
duró mucho el gusto. Amaneció una Navidad (era la primera Navidad que sabía el
significado de esa tradición y la primera en que recibía un obsequio), debajo
de una rama decorada con esferas de vidrio y luces de colores. Pero semanas
después tuve que desprenderme de ella. La guerra había iniciado. Mi muñeca, la
primera y única en mi vida, se convirtió en cenizas el día que bombardearon el
barrio donde vivía con Rebeca. Esa noche ha marcado mi vida y mi existencia.
Solo el tiempo dirá si la muñeca que ahí feneció valía la pena trascender.
No hay comentarios:
Publicar un comentario