30 de noviembre de 2019

327. La muñeca


Similar a los títeres, una muñeca es una representación (masculina) del ideal femenino y con frecuencia sirve a un solo propósito: reforzar los estereotipos sobre la feminidad y el “ser mujer”.

         Desde mi tierna infancia me negué a ser muñeca, un granero que dé vida a entes de quienes desconozco su voluntad para venir a la vida y existir. ¿Por qué ser una máquina de parto? Así me dije entonces y con el tiempo reafirmo mi postura: no más piernas abiertas a la gracia. No más huesos ni piel ni ojos de barro. Una vida es suficiente.
         Artificial o natural, el cabello de las muñecas puede lucir como una mujer después de una guerra o recién salida de un salón de belleza e incluso haber sido desprendida de la cabellera por una mano ajena (hombre o mujer) que buscara otros lindes para la silueta entre sus manos.
         Renuncié a todo ello desde hace mucho tiempo, casi setenta calendarios y mantengo mi postura, porque el “ser mujer” no puede encasillarse a la silueta de una muñeca (mucho menos cuando esta responde a una pigmentocracia y goza de mayor aceptación mientras más claro tenga el tono de piel).
         La muñeca esconde una vida propia, incluso como se retrata en algunas historias de terror (recordemos “Anabelle” o “La muñeca de sal”), pero a través de las muñecas (“muñecos”, porque también existen versiones en masculino) podemos conocer ciertos detalles que se ocultan en el inconsciente, o al menos es lo que sugieren cierta ramas de la psicología.
         En mi vida solo he tenido una muñeca, aunque mucho antes añoraba otra variedad expuesta en una vitrina (y mucho más económica, hay que decirlo). La muñeca expuesta en el aparador se trataba de lo más económico que uno podía encontrar entre los cincuentas y los sesentas del siglo pasado. Vestida únicamente con traje de baño, había montones de atuendos exhibidos tras el vidrio del aparador que daban cuenta de todas las posibilidades que había para el divertimento con un solo objeto de plástico.
         Sin embargo, y aunque era la muñeca más deseada por la mayoría de las niñas que había en mi entorno, no fue la primera que llegó a mi vida, sino una mucho más especial. Era más grande que la deseada, e incluso tenía movimiento en los ojos, sus cabellos color miel, un suéter amarillo, al igual que su vestido y delantal, coronados por una boina tejida y zapatitos en color blanco con la hebilla en forma de girasol.
         No duró mucho el gusto. Amaneció una Navidad (era la primera Navidad que sabía el significado de esa tradición y la primera en que recibía un obsequio), debajo de una rama decorada con esferas de vidrio y luces de colores. Pero semanas después tuve que desprenderme de ella. La guerra había iniciado. Mi muñeca, la primera y única en mi vida, se convirtió en cenizas el día que bombardearon el barrio donde vivía con Rebeca. Esa noche ha marcado mi vida y mi existencia. Solo el tiempo dirá si la muñeca que ahí feneció valía la pena trascender.

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