14 de noviembre de 2019

279. La indeterminación


Puede ser el alba o el ocaso y únicamente lo distinguimos por su espectro de color, aunque los grados de luz son los mismos. Se trata de un espectro de indeterminación que nos impide fijar un “algo” en “algo” más.

         Hace tiempo hablé de alguien a quien conocí en el bar que frecuento (aunque conocer es abusar del término cuando quisiera referirme más bien a una coincidencia de espacio y tiempo por un vínculo de atracción sin llegar a cruzar palabra). Ese alguien llamaba mi atención justamente por su espectro de indeterminación: ni hombre ni mujer. Quimera.
         Llamaba la atención de hombres y mujeres por igual. Silente, como le recuerdo. Nunca conocí el tono de su voz. Llegaba a confundir con su apariencia. Su mirada triste, sus ojos color de nube, su cabello maltratado como el mío, pero atractivo, como un imán, atrayente, seductor, como si llamara a ser tocado.
         Se sentaba en la esquina contraria, bajo la escasa luz que proyectaba una lámpara empolvada. Una luz ambarina que al menos dejaba ver que cada vez que asistía al bar sacaba una pequeña libreta y comenzaba a escribir, audífonos blancos, enormes, para escuchar quién sabe qué mientras respiraba de cuando en cuando al contemplar su escritura y luego levantar la vista para ver su entorno y luego volver a posar sus ojos en la escritura.
         Una sola vez le vi llorar. Silente, como siempre. Llevaba horas bebiendo alcohol. Quizá a esas horas la embriaguez ya estaba en su apogeo y las letras fluían como la tristeza sobre su rostro. Pero su imagen, el conjunto de su espectro, era una indeterminación que confundía y esa confusión le hacía más llamativo.
         Supe que murió, que a su paso dejó muchas páginas escritas, sin orden preciso, pero profundas en cada una, de esas composiciones que te desgarran, que te estremecen, que te llegan a golpear con toda su fuerza como si se tratara de la realidad que se planta frente a los ojos.
         Al saberlo, me atreví a mirar sobre la mesa en la que solía estar. Entre los diferentes garabatos plasmados con sabe cuántos objetos, reconocí sus puño y letra por su densidad de pensamiento. Había escrito: “la vida es un silencio que se prolonga y solo el nombre sobrevive”.

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