Hará cosa de unos años que vi por
primera vez el filme “Un long dimanche de fiançailles” (traducido al inglés
como “A very long engagement” y al español como “El amor eterno”) de la cual me
quedó grabada una parte de la narración: “ese cable es su único contacto con la
vida, y si no vuelve no importa, aún puede ahorcarse con el cable”.
Con
la actuación estelar de Audrey Tatou como Mathilde, su personaje nos lleva a
emociones profundas en la búsqueda del ser amado por todos los medios posibles
y las noticias siempre llegan a través del único teléfono disponible, siempre
conectado a un cable que mantiene en suspenso el filme hasta el desenlace.
Volviendo
a la realidad y dejando de lado la ficción, en nuestra cotidianidad parece que
hemos llegado a depender de un cable para nuestra comunicación (y también para
nuestra vida cotidiana): un teléfono, el sistema de televisión de paga, el
internet, la energía eléctrica y todos los aparatos que dependen de ella (que
no son pocos, dada la alta dependencia de la tecnología).
Hace
poco caminaba por este vecindario y mi mirada se clavó en uno de los postes,
atestado de cables colocados ya sin orden, en una maraña semejante a los
pensamientos que con frecuencia me aquejan por las noches, y sentí lástima por
las personas que se dedican a dar mantenimiento a esos cables.
¿Cómo
podrían distinguir de entre toda esa maraña cuál es el cable afectado? Tal vez
la experiencia de tantos años en esa labor les haya permitido detectar de
manera empírica ese tipo de fallas, pero para alguien como yo (de otra época
aún no tecnológica, con setenta calendarios apilados en sus canas y una ceguera
cada vez más acuciante) sería una misión suicida.
Ya
en mi juventud había visto semejantes cables y conocí los primeros sistemas de
comunicación a larga distancia: el telégrafo, la mayoría en oficinas postales
desde donde uno podía enviar telegramas para comunicar alguna noticia
importante en pocos caracteres (más o menos lo que hoy equivale a un tweet).
Conservo
aún los telegramas que me envió Rebeca a mi llegada a este continente, durante
los primeros meses, hasta perder contacto con ella y tiempo después recibir a
través del mismo medio la noticia de su fallecimiento. Eran el equivalente a
las cartas de antaño, pero con mayor rapidez y conforme han pasado los años
seguimos dependiendo de cables para comunicar este y otro tipo de noticias.
A
veces pienso que debe existir algún cable (visible o invisible, tangible o
intangible) que conecte esta vida con lo que pueda existir “más allá”. No creo
que se llame fe. Tal vez la respuesta está en la espiritualidad.
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