30 de noviembre de 2019

328. El cortejo


En la oscuridad de la banqueta, arrinconados, hay unos ojos perdidos que ya no guardan ni un solo grano de sal. Han llorado tanto que se han convertido en un par de uvas pasas clavadas en un rostro ajeno. El cabello abundante y oscuro intenta en vano ocultar la inexpresividad de la muerte, con varias colillas de cigarros y unos cuantos nudos mezclados entre una maraña espesa que surge de un cráneo frágil. María es un cuerpo en abandono, arrojado a la miseria de la noche a donde pertenecen las quimeras.

         Alguien acaba de arrojarla a la entrada del bar más alejado de la ciudad. Es consciente de los pasos que van y vienen de un lado a otro de la calle, las risas, los excesos, las ironías, fantasías, necesidades, sombras. El cuerpo es un dolor que impide el movimiento. Minutos antes era un maniquí vetusto mitigando las ganas de una orgía. Mientras uno y otro se sucedían entre sus piernas, María era una muerta en vida, sin voluntad, sin sonrisa, una mirada ausente.
         Nada, ya no queda gota de vida en sus pupilas. Esa noche la esperanza huyó con las últimas palabras de Carlos. Ella, María, jamás llegaría a ser la mujer que esperaba Carlos. En ese momento el cielo se desplomó sobre su sonrisa. Nunca hubo amor. Esa idea había sido el motivo para transformarse, para integrarse al corazón de Carlos. Todos esos años vivió creyendo que Mario debía ser María para vivir el amor. Asumió su necesidad así, al apropiarse la felicidad de Carlos y seguir una ruta errada, sometida a un designio secreto que solo le condujo a un espejo cuyo reflejo fue distorsionado por el corazón.
         La risa de la noche rocía de licor su cuerpo, le escupe, le golpea, le quita el bolso, le arranca lo que queda de su humanidad. Su tristeza sangra entre los dientes, se escurre entre las piernas, se cubre de ceniza y polvo como sus pies desnudos. Cansada de caminar, sus rodillas aguardan el momento del despertar, cuando la vida termine, ese sueño que parece no concluir. Recuerda que por sus venas alguna vez corrieron el orgullo y la obstinación. Ahora es momento de callar, de creer en el silencio, de ordenarse en las filas de la fe.
         Sin embargo, la fuerza murió esa noche, con las últimas palabras que hoy aún permanecen atascadas en la garganta. Hoy destila unos segundos para saberlos más amargos y más dolorosos que la lengua de las cebollas. No, sus ojos ya no quieren ver otro amanecer en un lecho de ilusiones, no desean retratar la sonrisa de la vida en una luna de arroz premonitoria, ya no esperan guardar en la memoria los límites entre la piel y el corazón. La mirada se cansó de su ceguera. Otro amanecer, jamás.
         Su vida ha sido una mentira, pero decidió, tomó el riesgo, creyó que manipulaba a la suerte con su emprendimiento, aunque las consecuencias de sus acciones fueron más grandes que su fortaleza. El riesgo no estaba en ganar o perder lo que se tiene, sino en encontrar lo que en realidad se tuvo y se ha perdido. La vida curte de maneras extrañas. No se aprende de la risa, se aprende de los golpes de la vida.
         Hoy los gatos juegan a cazar cucarachas en su cuerpo, La suavidad de su pelaje le recuerda el toque de su madre cuando se escondía en el armario. Unas manos blancas, pequeñas y robustas secaban sus lágrimas. Esos ojos hoy se encuentran en la distancia para decirse lo mucho que callaron. Pero María cierra sus ojos, le es imposible sostener la mirada a quien nunca le juzgó. Su madre nunca hubiera querido un futuro así.
         Siempre admiró los pasos de su madre. Su andar era tan elegante sobre unos tacones a proporción con su mediana altura. Era dulce, tierna, afectuosa, siempre con palabras de aliento para cada momento de la vida. Sus brazos siempre fueron refugio para el reposo y el sosiego y tenían un aroma similar al de las medias. Pero había algo más, algo invisible, presente, constante, inmortal, memorable: el aroma a madre.
         No. María no tenía una esencia de esa naturaleza. El único elemento que la ciencia aún no podía otorgarle. Había un vínculo inexplicable y atrayente que solo se podía encontrar en una relación interior. Era algo más fuerte que el amor carnal, porque en ese amor dos almas latían al mismo ritmo, en el mismo mundo, con la mismas sensaciones y emociones. Esa era la gran creación de Dios, el mayor milagro de la naturaleza, la preservación de la muerte y el olvido.
         Su corazón late cada vez más rápido, apresurando el desenlace, en espera de llegar al umbral donde el último suspiro escape hacia la eternidad. Más allá su mirada se extiende al horizonte, abstraída de la calle del exceso, con un color violeta que a cada segundo se torna más lila, rosa, naranja, amarillo, azul. La profundidad de la vida también es un exceso. En su latir devora la luz con la mirada y brotan las primeras lágrimas de humanidad desde hace mucho tiempo perdidas. Otro modo de ser mujer debe ser posible, otra forma, otra feminidad que se crea a sí misma. El sabor de la sal es el punto final en el manual de la vida. Aún hay tiempo. La noche espera.

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