En la oscuridad de la banqueta,
arrinconados, hay unos ojos perdidos que ya no guardan ni un solo grano de sal.
Han llorado tanto que se han convertido en un par de uvas pasas clavadas en un
rostro ajeno. El cabello abundante y oscuro intenta en vano ocultar la
inexpresividad de la muerte, con varias colillas de cigarros y unos cuantos
nudos mezclados entre una maraña espesa que surge de un cráneo frágil. María es
un cuerpo en abandono, arrojado a la miseria de la noche a donde pertenecen las
quimeras.
Alguien
acaba de arrojarla a la entrada del bar más alejado de la ciudad. Es consciente
de los pasos que van y vienen de un lado a otro de la calle, las risas, los
excesos, las ironías, fantasías, necesidades, sombras. El cuerpo es un dolor
que impide el movimiento. Minutos antes era un maniquí vetusto mitigando las
ganas de una orgía. Mientras uno y otro se sucedían entre sus piernas, María
era una muerta en vida, sin voluntad, sin sonrisa, una mirada ausente.
Nada,
ya no queda gota de vida en sus pupilas. Esa noche la esperanza huyó con las
últimas palabras de Carlos. Ella, María, jamás llegaría a ser la mujer que
esperaba Carlos. En ese momento el cielo se desplomó sobre su sonrisa. Nunca
hubo amor. Esa idea había sido el motivo para transformarse, para integrarse al
corazón de Carlos. Todos esos años vivió creyendo que Mario debía ser María
para vivir el amor. Asumió su necesidad así, al apropiarse la felicidad de
Carlos y seguir una ruta errada, sometida a un designio secreto que solo le
condujo a un espejo cuyo reflejo fue distorsionado por el corazón.
La
risa de la noche rocía de licor su cuerpo, le escupe, le golpea, le quita el
bolso, le arranca lo que queda de su humanidad. Su tristeza sangra entre los
dientes, se escurre entre las piernas, se cubre de ceniza y polvo como sus pies
desnudos. Cansada de caminar, sus rodillas aguardan el momento del despertar,
cuando la vida termine, ese sueño que parece no concluir. Recuerda que por sus
venas alguna vez corrieron el orgullo y la obstinación. Ahora es momento de
callar, de creer en el silencio, de ordenarse en las filas de la fe.
Sin
embargo, la fuerza murió esa noche, con las últimas palabras que hoy aún
permanecen atascadas en la garganta. Hoy destila unos segundos para saberlos
más amargos y más dolorosos que la lengua de las cebollas. No, sus ojos ya no
quieren ver otro amanecer en un lecho de ilusiones, no desean retratar la
sonrisa de la vida en una luna de arroz premonitoria, ya no esperan guardar en
la memoria los límites entre la piel y el corazón. La mirada se cansó de su
ceguera. Otro amanecer, jamás.
Su
vida ha sido una mentira, pero decidió, tomó el riesgo, creyó que manipulaba a
la suerte con su emprendimiento, aunque las consecuencias de sus acciones
fueron más grandes que su fortaleza. El riesgo no estaba en ganar o perder lo
que se tiene, sino en encontrar lo que en realidad se tuvo y se ha perdido. La
vida curte de maneras extrañas. No se aprende de la risa, se aprende de los
golpes de la vida.
Hoy
los gatos juegan a cazar cucarachas en su cuerpo, La suavidad de su pelaje le
recuerda el toque de su madre cuando se escondía en el armario. Unas manos
blancas, pequeñas y robustas secaban sus lágrimas. Esos ojos hoy se encuentran
en la distancia para decirse lo mucho que callaron. Pero María cierra sus ojos,
le es imposible sostener la mirada a quien nunca le juzgó. Su madre nunca
hubiera querido un futuro así.
Siempre
admiró los pasos de su madre. Su andar era tan elegante sobre unos tacones a
proporción con su mediana altura. Era dulce, tierna, afectuosa, siempre con
palabras de aliento para cada momento de la vida. Sus brazos siempre fueron
refugio para el reposo y el sosiego y tenían un aroma similar al de las medias.
Pero había algo más, algo invisible, presente, constante, inmortal, memorable:
el aroma a madre.
No.
María no tenía una esencia de esa naturaleza. El único elemento que la ciencia
aún no podía otorgarle. Había un vínculo inexplicable y atrayente que solo se
podía encontrar en una relación interior. Era algo más fuerte que el amor
carnal, porque en ese amor dos almas latían al mismo ritmo, en el mismo mundo,
con la mismas sensaciones y emociones. Esa era la gran creación de Dios, el
mayor milagro de la naturaleza, la preservación de la muerte y el olvido.
Su
corazón late cada vez más rápido, apresurando el desenlace, en espera de llegar
al umbral donde el último suspiro escape hacia la eternidad. Más allá su mirada
se extiende al horizonte, abstraída de la calle del exceso, con un color
violeta que a cada segundo se torna más lila, rosa, naranja, amarillo, azul. La
profundidad de la vida también es un exceso. En su latir devora la luz con la
mirada y brotan las primeras lágrimas de humanidad desde hace mucho tiempo
perdidas. Otro modo de ser mujer debe ser posible, otra forma, otra feminidad
que se crea a sí misma. El sabor de la sal es el punto final en el manual de la
vida. Aún hay tiempo. La noche espera.
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