No siempre “al que madruga, Dios
lo ayuda”, pues por mucho madrugar uno vive demasiado. Sin embargo, soy una
persona más productiva durante las primeras horas del día, especialmente al
beber de mi primera taza de café, momento en el que aprecio el silencio de la
madrugada hasta que una campana marca el inicio del día.
No
vivo en la ciudad con el mayor número de templos e iglesias, pero están tan
bien distribuidas que en cualquier lugar escucharía el toque de las campanas
cada hora, sobre todo cuando se trata de alguna celebración litúrgica o fiesta
patronal (aunque en estos casos, las campanadas van acompañadas de pirotecnia).
Creo
que es uno de los pocos sonidos amenos en mi cotidianidad. Me recuerdan a los
relojes suizos que son toda una artesanía hecha arte, con sus mecanismos de
engranajes que ponen en movimiento a las figurillas que contienen y cada tanto
salen de su contenedor para ofrecer un pequeño divertimento (miniatura) con un
característico sonido de campanillas que indican que ya es determinada hora.
De
este otro lado del océano, las campanas han adquirido otro simbolismo más allá
del propio vínculo con una tradición católica. Hace poco más de doscientos años
un cura criollo repicó las campanas de un templo en un llamado a la sublevación
y la independencia de la Corona española. A ese hecho se le ha conocido como el
Grito de Independencia y a la campana, “la Campana de Dolores”, aún conservada
como símbolo de una patria con doscientos años como nación independiente.
Hay
a quienes el sonido de una campana les recuerda más a cierta burguesía que
disponía de servidumbre y empleaba este instrumento de sonido peculiar para
hacer llamar a algún sirviente o sirvienta y dar alguna indicación, aunque
también puede recordar esas campanillas al exterior de los hogares mucho antes
de la existencia de los timbres para anunciar una visita.
Hace
muchos años, a mi llegada a este lugar, conocí a una mujer de avanzada edad
(mucho más que la que tengo en este momento) que tenía una colección de
campanas, tal vez la más grande que haya visto en mi existencia, elaboradas en
muchísimas formas y materiales, con múltiples decorados, todas colocadas en
enormes vitrinas de exhibición.
A
su muerte, nadie tocó las campanas. Murió sola, en el remanente de las
campanadas que pudo escuchar en vida.
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