21 de noviembre de 2019

312. La campana


No siempre “al que madruga, Dios lo ayuda”, pues por mucho madrugar uno vive demasiado. Sin embargo, soy una persona más productiva durante las primeras horas del día, especialmente al beber de mi primera taza de café, momento en el que aprecio el silencio de la madrugada hasta que una campana marca el inicio del día.

         No vivo en la ciudad con el mayor número de templos e iglesias, pero están tan bien distribuidas que en cualquier lugar escucharía el toque de las campanas cada hora, sobre todo cuando se trata de alguna celebración litúrgica o fiesta patronal (aunque en estos casos, las campanadas van acompañadas de pirotecnia).
         Creo que es uno de los pocos sonidos amenos en mi cotidianidad. Me recuerdan a los relojes suizos que son toda una artesanía hecha arte, con sus mecanismos de engranajes que ponen en movimiento a las figurillas que contienen y cada tanto salen de su contenedor para ofrecer un pequeño divertimento (miniatura) con un característico sonido de campanillas que indican que ya es determinada hora.
         De este otro lado del océano, las campanas han adquirido otro simbolismo más allá del propio vínculo con una tradición católica. Hace poco más de doscientos años un cura criollo repicó las campanas de un templo en un llamado a la sublevación y la independencia de la Corona española. A ese hecho se le ha conocido como el Grito de Independencia y a la campana, “la Campana de Dolores”, aún conservada como símbolo de una patria con doscientos años como nación independiente.
         Hay a quienes el sonido de una campana les recuerda más a cierta burguesía que disponía de servidumbre y empleaba este instrumento de sonido peculiar para hacer llamar a algún sirviente o sirvienta y dar alguna indicación, aunque también puede recordar esas campanillas al exterior de los hogares mucho antes de la existencia de los timbres para anunciar una visita.
         Hace muchos años, a mi llegada a este lugar, conocí a una mujer de avanzada edad (mucho más que la que tengo en este momento) que tenía una colección de campanas, tal vez la más grande que haya visto en mi existencia, elaboradas en muchísimas formas y materiales, con múltiples decorados, todas colocadas en enormes vitrinas de exhibición.
         A su muerte, nadie tocó las campanas. Murió sola, en el remanente de las campanadas que pudo escuchar en vida.

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