Se decía que Pedro Infante había
muerto en un accidente aéreo y que no había dejado restos para ser llorado.
Durante muchos años prevaleció la creencia de que viajar en avión era muy
peligroso. La paranoia llegaba a tal grado que se afirmó incluso que había más
accidentes que aterrizajes.
Han
sido mucha las historias así, muertes trágicas de grandes personajes que
viajaban en avión, desde artistas de la farándula hasta políticos y personas
cuya suerte ya estaba escrita desde el momento en que adquirieron su boleto,
con accidentes en espacios despoblados, montañas, cerros, valles, hasta en mar
abierto, en muchos casos sin deja mayor rastro de sobrevivientes.
Confieso
que toda mi vida he tenido miedo de subir a esos pájaros de acero en gran parte
por ese temor infundado a partir de las historias que se contaban. Sin embargo,
varias veces emprendí el vuelo solo cuando no había otra opción. Llegué a estas
tierras cruzando el océano, aunque tardara un mes en la travesía, porque aún
mantengo ese temor a perecer en medio de la nada.
Recuerdo
mi primer viaje en avión (imposible olvidarlo). Se trataba de una corta
travesía que a lo mucho duraría dos horas. Cruzaría un golfo para llegar a una
península cercana a la frontera. Le llamaban “La Guajolota” y no entendí por
qué hasta que lo experimenté en carne propia.
Desde
antes de despegar, el avión temblaba y los asientos de los pasajeros parecían
demasiado inestables. Entonces el acelerador, el estridente sonido de las
turbinas, el crujir del metal conforme avanzaba y el temblor de todo aquel
aparato que no cesaba hasta que, de pronto, veías por la ventanilla que íbamos
en ascenso, cruzando las nubes hasta posarse a una altura considerable.
Fue
tal vez mi mala suerte (o el destino que así había sido escrito) emprender el
vuelo en un día de nubosidades y tormentas. Estando en el aire, el avión
temblaba como si de un terremoto en tierra firme se tratara. Y al interior de
ese pájaro de acero únicamente alcanzaba a escuchar un rezo tras otro entre los
pasajeros mientras el avión crujía y temblaba sin parar, con la lluvia
golpeando las ventanillas y una aferrada a su asiento, con los ojos bien
abiertos para capturar el momento de la muerte si es que en ese momento
sucedería lo que habría de suceder.
Pero
no pasó. Dos horas más tarde llegábamos a nuestro destino, cerca de la playa,
el cielo despejado, el pájaro de acero aún temblando y rechinando conforme
descendía, pero al menos el corazón en su lugar. No fue la única vez que subí a
“La Guajolota”, aunque nunca olvidaré esa primera vez.
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