Nadie hubiera adivinado quién se
escondía debajo de ese uniforme decimonónico. De tela gruesa en colores gris y
blanco, vestía una blusa aún con detalles de encaje en el cuello y las mangas,
zapato de piso en color gris, una pequeña cofia en la misma tonalidad, el
cabello recogido, sin aretes, anillos ni cualquier detalle de orfebrería. Su único
adorno eran sus ojos y un pequeño lunar sobre el labio.
Inés
desempeñaba su labor en silencio, la cabeza baja, en obediencia estricta, nunca
causó problemas, según cuentan. Al llegar al hotel a las seis en punto daba los
buenos días sin mirar a los ojos y comenzaba su recorrido por los pasillos para
dar limpieza a las noches pasajeras de los huéspedes. Sí, a esa hora.
Evitaba
mirarse en los espejos. Parecía que le incomodaba su reflejo. En su delantal
iba guardando los objetos olvidados por los huéspedes y cada tanto tiempo los
dejaba en recepción por si alguien llegaba a reclamarlos. Llegadas las diez de
la mañana entraba a la cocina y tomaba una taza de café, salía al patio de
servicio y fumaba un cigarrillo, miraba al cielo por un instante, suspiraba y
luego volvía a su labor.
Pocas
veces se le vio hablar. Nunca intimó con algún otro trabajador del hotel.
Evitaba el contacto con la gente, pero no era misántropa. Eso lo descubrí
tiempo después, cuando le vi montada en lencería, medias de red, tacones de
plataforma, una hermosa boa emplumada y un corsé de nervios, bailando en torno
a un tubo, haciendo acrobacias que serían imposibles para mucha gente.
Su
sonrisa iluminaba el escenario, el brillo de la seda y la delicadeza de los
encajes. Lucía un maquillaje tan impactante que muchas drag queens le buscaban
para completar su artificio. En el “Vitalis” y su vida nocturna parecía otra,
como si se sintiera integrada no en un grupo, sino en una familia.
Fue
confesora de muchos y en su pecho rodaron muchas lágrimas ajenas que ella
guardó con celo, porque era confidente. En dos ocasiones se sentó a mi mesa y
pidió consejo, como suelen hacer otras personas, aunque sus preguntas eran muy
diferentes: “¿alguien llegará a conocer mi nombre?”, “¿algún día me perdonaré
por lo que hice?”.
Sus
manos decían tanto y al mismo tiempo, sus líneas lo ocultaban. Respondí con los
ojos, porque hay cosas que no requieren de palabras. Mis ojos y el silencio
proyectado se hicieron entender a través de la música estridente. Inés lloró
aquella última noche. Nadie más sabrá de su secreto.
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