30 de noviembre de 2019

323. El karma


Una vez, en tiempos de guerra, hace muchos años (tantos que se alejan de mi memoria, aunque el estruendo de las bombas ha sido imposible de olvidar), coincidí con muchos refugiados en las calles de una ciudad en ruinas, debajo de los puentes, en los callejones, escondidos entre los escombros de un tiempo marcado por la muerte.

         Si hoy escribo estas líneas no es porque yo haya sido muy diestra y hábil para sobrevivir. Y aunque Rebeca fue una parte importante para mantenerme viva, después de ella hubieron de ocurrir numerosos sucesos que viví sola en su mayoría excepto uno.
         Nunca conocí su nombre. Era un veintitrés de marzo, lo recuerdo. Aún no se anunciaba la primavera ni había visos de que se manifestara en os próximos años, tal como había ocurrido en los años previos. La guerra todo lo extermina, hasta la ilusión y la esperanza.
         La muerte y la putrefacción se respiraba en las calles. Sobrevivíamos bajo un cielo gris, a veces rojo, hundidos en el silencio de nuestra propia locura. Y un atardecer le vi, alto, de pie, uniformado, con ese semblante de quien ha perdido toda humanidad,  una silueta que contrastaba con el atardecer rojizo escarlata que anunciaba las millones de muertes en un día.
         Sería el cúmulo de muertes que habría atestiguado, no lo sé, pero esa silueta, ese hombre tan alto, al ver mis ojos entre los escombros, me tomó en sus brazos y me llevó a un edificio que apenas se sostenía en pie. Mis escasos doce años y el ayuno prolongado en días de guerra me hicieron desvanecer ante la impresión de o saber hacia dónde me llevaban (había tantas historias de crueldad circulando de boca en boca, a susurros, con el temor de ser escuchados).
         Esa noche la noche se iluminó con el fuego de los miles de muertos arrasados por el poder destructivo de las bombas. Y me aferré con la poca fuerza que me quedaba al cuerpo de esa silueta de hombre que me sujetaba acuclillada en medio de los escombros. Y ambos lloramos. Nos guardamos los rosarios en silencio para invocarlos al amanecer, una vez que la muerte había pasado.
         Murió durante la noche sin que yo lo supiera. Su corazón no soportó la impresión de la muerte. Y aquí estoy, viva a pesar de mi renuncia. Vivo con el remordimiento de pensar que la vida es de quien la vive, de quien sobrevive, a pesar de no tener motivos ni méritos para vivirla. En honor a esa sombra que prolongó mi vida hoy llevo en mi nombre un segundo nombre, el único que pude descubrir entre sus ropas: Ofelia Whillelmina.

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