Una vez, en tiempos de guerra,
hace muchos años (tantos que se alejan de mi memoria, aunque el estruendo de
las bombas ha sido imposible de olvidar), coincidí con muchos refugiados en las
calles de una ciudad en ruinas, debajo de los puentes, en los callejones,
escondidos entre los escombros de un tiempo marcado por la muerte.
Si
hoy escribo estas líneas no es porque yo haya sido muy diestra y hábil para
sobrevivir. Y aunque Rebeca fue una parte importante para mantenerme viva,
después de ella hubieron de ocurrir numerosos sucesos que viví sola en su
mayoría excepto uno.
Nunca
conocí su nombre. Era un veintitrés de marzo, lo recuerdo. Aún no se anunciaba
la primavera ni había visos de que se manifestara en os próximos años, tal como
había ocurrido en los años previos. La guerra todo lo extermina, hasta la
ilusión y la esperanza.
La
muerte y la putrefacción se respiraba en las calles. Sobrevivíamos bajo un
cielo gris, a veces rojo, hundidos en el silencio de nuestra propia locura. Y
un atardecer le vi, alto, de pie, uniformado, con ese semblante de quien ha
perdido toda humanidad, una silueta que
contrastaba con el atardecer rojizo escarlata que anunciaba las millones de
muertes en un día.
Sería
el cúmulo de muertes que habría atestiguado, no lo sé, pero esa silueta, ese
hombre tan alto, al ver mis ojos entre los escombros, me tomó en sus brazos y
me llevó a un edificio que apenas se sostenía en pie. Mis escasos doce años y
el ayuno prolongado en días de guerra me hicieron desvanecer ante la impresión
de o saber hacia dónde me llevaban (había tantas historias de crueldad
circulando de boca en boca, a susurros, con el temor de ser escuchados).
Esa
noche la noche se iluminó con el fuego de los miles de muertos arrasados por el
poder destructivo de las bombas. Y me aferré con la poca fuerza que me quedaba al
cuerpo de esa silueta de hombre que me sujetaba acuclillada en medio de los
escombros. Y ambos lloramos. Nos guardamos los rosarios en silencio para
invocarlos al amanecer, una vez que la muerte había pasado.
Murió
durante la noche sin que yo lo supiera. Su corazón no soportó la impresión de
la muerte. Y aquí estoy, viva a pesar de mi renuncia. Vivo con el remordimiento
de pensar que la vida es de quien la vive, de quien sobrevive, a pesar de no
tener motivos ni méritos para vivirla. En honor a esa sombra que prolongó mi
vida hoy llevo en mi nombre un segundo nombre, el único que pude descubrir
entre sus ropas: Ofelia Whillelmina.
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